lunes, 29 de febrero de 2016

Los Estados Privados



Uno de los mitos más difundidos en la Torre Oscura (además del falso patriotismo teñido de tilinguería) es el hecho de que un empresario necesariamente va a gobernar bien el país porque "sabe manejar" una empresa.
Esto es falso por varias razones, pero vamos a darles las principales. Aun si el estado nacional se manejara como una empresa, la lógica de poner un presidente corporativo es intrínsecamente fallida. Vamos por partes.
Según el Manual de Formación Política del Ministerio del Interior, el Estado es: "una forma particular de ordenamiento político sobre cuya base se estructuran las relaciones sociales."
Cabe aclarar que las decisiones económicas y de ordenamiento social son políticas por naturaleza, porque la política es concretamente la lógica de las interacciones sociales en un marco determinado. Bajo esta óptica, podríamos bien articular dos tipos de Estado diferentes en la actualidad: los Estados Públicos (o Nacionales) y los Estados Privados. Estos últimos tienen una larga tradición, aunque por el momento suenan como una suerte de novedad: no son más que los estados feudales de antaño, en los cuales una familia ejercía su derecho privado por sobre una parcela de territorio y de gente.
Técnicamente, en la Edad Media la servidumbre no era obligatoria: era un contrato, el llamado "Contrato Feudal" según el cual el Señor le otorgaba tierras para trabajar a sus vasallos y ellos le tenían que rendir cuentas (al individuo concreto, no a una causa nacional), ya fuera mediante las armas o mediante un diezmo o tributo. El territorio en sí pertenecía a unas pocas familias, que podían delegar funciones en otras, y nadie estaba "obligado" a trabajar para un señor u otro (como un esclavo, por ejemplo).
Teóricamente, el campesino o caballero en la sociedad feudal podía irse de los terrenos de su Señor, y no trabajar más para él. Pero en los hechos, la realidad era diferente: los viajes eran complicados, y los peligros de los caminos ni siquiera eran la principal de las preocupaciones, sino el hambre. La pura supervivencia de un campesino dependía del contrato feudal, y muchos más eran amenazados desde lo espiritual. La misma tradición o costumbre también eran formas de paralización social: ¿Cómo iba a viajar fuera de las tierras de su señor un campesino, si fuera de ellas ni siquiera se hablaba su idioma? Un caballero o un noble tenían más libertad de elección, pero eventualmente trabajarían para alguien o morirían de hambre literalmente, o asediados por sus enemigos.
La burguesía cambió las cosas, ya que advirtió las injusticias de este tipo de sociedad, y adquirió el poder necesario para organizar revueltas populares, atrapando a las masas con su retórica y sus promesas de progreso social. Es decir, puso en el candelero las necesidades, la historia y la cultura del colectivo social. Estas serían las bases de los actuales Estados Nacionales. En este marco surgirían Hobbes y su teoría del Contrato Social, y el movimiento nacionalista más importante del período sería la Revolución Francesa, que destronaría al Estado feudal por el Estado Nacional. Napoleón y su ejército llevarían esta idea por toda Europa y demostrarían la potencia de la idea, y las sucesivas revoluciones americanas serían sus hijas.
Si bien muchos dentro de la burguesía creyeron en los Estados Nacionales, rápidamente tratarían de apropiárselos y volverlos funcionales a sus intereses particulares, haciéndolos entrar en crisis en numerosas ocasiones. Traiciones como el fusilamiento de Dorrego o la defensa de Sarmiento del bloqueo anglo-francés frente a la incipiente integración del antiguo Virreinato en una nueva República serían testigos de cómo una clase acomodada intentó excluir al elemento nacional del Estado, vinculándose a una idea abstracta con poco asidero. Con esta debilidad congénita se parirían los Estados sudamericanos: una élite intentaba, como en la Edad Media, volver privados a los Estados Nacionales. Lo público, para esta gente, tenía “olor a grasa” y era “color negro”. Con esas ideas en mente generaron la falsa dicotomía entre civilización y barbarie, como pretexto para poner un freno al poder popular, y organizaron revueltas y dictaduras funcionales a sus intereses. Así, para la famosa “oligarquía”, el Estado debía ser funcional a sus intereses… o nulo. ¿La excusa? El autoritarismo de las figuras de poder popular.
Pero el Estado nacional, como forma de organización política de masas, sobrevivió pese a todo, porque funcionaba como una herramienta histórica para necesidades preexistentes: es, en términos ideales, una organización política de carácter transversal de estatus legal. Sería la única forma de organización efectiva de una sociedad en su conjunto más allá de los intereses sectoriales (como sería un partido, un sindicato o un gremio). Eso sí: en un Estado democrático, cada sector tendrá su representación a partir de estos elementos.
Sin embargo, en algún punto del desarrollo capitalista, las clases altas comenzaron a generar sus propios Estados dentro del Estado: las empresas y corporaciones. En términos estrictos, los “dueños” de las empresas, figuras que en su momento eran públicas pero que en la actualidad suelen esconderse bajo el genérico nombre de “accionistas” o “inversores”, se aseguraron de tener poder político y financiero. Desde un punto de vista técnico, las empresas y las corporaciones no dejan de ser Estados: se trata de organizaciones sociales de carácter político (reglas internas y jerarquías) y económico (especialmente las grandes empresas, cuya función es expandirse y absorber empresas menores), con territorios propios (sus sedes y terrenos privados), culturas (“valores” de una empresa, propagandísticamente reproducidos en el entorno social) y población en distintos grados de lealtad en sus frentes. Incluso tienen sus propios aparatos de seguridad (cuando no están tercerizados).
Pero son Estados totalitarios: desafiarlos desde adentro implica lo mismo que salir del servicio en la Edad Media, el peligro es morirse de hambre. Desobediencia implica eliminación por descarte, uno es “exiliado” de la empresa. Esto se revela particularmente nocivo en empresas que acaparan monopólicamente grandes sectores de la producción en un territorio determinado, por ejemplo en comunicaciones. Un “periodista independiente” no tiene absolutamente nada que hacer dentro de una empresa como el Grupo Clarín, y cualquiera que no reproduzca su ideología y su discurso será expulsado e infamado públicamente, y sus posibilidades laborales y, por lo tanto, de supervivencia, serán coartadas. Al menos en la Edad Media se ofrecía protección, y el tributo era menor que la plusvalía actual (representaba aproximadamente el 10% de la producción de un campesino).
Los Estados Privados requieren lealtad absoluta, pero a cambio de nada. Sólo deben rendir cuentas a sus “mesas chicas”: los accionistas anónimos. Los CEO, sus empleados, son las figuras públicas, los “dirigentes” (entendidos como la persona histórica que encarna los intereses del colectivo) de las corporaciones. Cuando ya no sirven, se los expulsa, o se los degrada a una posición aún más subordinada, oscura. Y no nos engañemos: son verticalistas y feudales, sus posiciones son hereditarias. Son sólo personas de excepción las que pueden aspirar a ocupar un lugar en las mesas chicas viniendo desde abajo, y no necesariamente por ser los mejores, sino por aprovechar el momento justo en el lugar justo. No hay nada, absolutamente nada democrático en un Estado Privado.
Y en algún punto, estos Estados privados comenzaron a competir con los Estados públicos por las mismas razones que cualquier Estado compite: territorio, poder (traducido en dinero) y soberanía. Si el Estado Público crece, los Estados Privados pierden poder y soberanía, deben subsumirse a una legislación que no les conviene (en términos absolutos, en términos relativos sí puede convenirles, sobre todo cuando ellos tienen las riendas) y respetar los marcos legales correspondientes. Es decir, pasan a una posición subordinada frente a él. Cuando los Estados privados logran colar a un empleado suyo en los Estados Públicos, le hacen notar rápidamente que la suya es una “posición menor” (como dijo Magnetto de la Presidencia de la Nación). No es difícil tampoco entender, bajo esta óptica, por qué defienden tan férreamente la propiedad privada (“nadie puede decirme qué hago yo con mis empresas -heredadas-“): es el principio de soberanía. Si un Estado nacional tiene poder suficiente como para disponer de una propiedad cuando la necesita, tiene derecho a meterse en las “fronteras” de un Estado privado y poner en peligro su autodeterminación. El problema es que la inversa también es cierta: si permitimos que los Estados privados entren y gestionen los espacios públicos, éstos pierden soberanía.
Otro elemento a tener en cuenta es que a las corporaciones no les conviene que un Estado público sea productor. No existe un argumento real por el cual una empresa estatal sea concesionada al sector privado: rara vez las primeras invierten nada en las segundas, sólo gestionan sus ganancias. La inversión siempre corre a manos del Estado nacional (un ejemplo concreto de esto serían YPF y Aerolíneas en los ‘90: toda la inversión fue un esfuerzo público, pero las ganancias y el derecho de explotación fueron al sector privado). Y la gestión de las empresas no es “más eficiente” en manos privadas: todo lo contrario. A las empresas privadas lo único que les importa es mantenerse lo suficientemente competitivas como para que su dominio no peligre, pero no es la eficiencia de producción lo que las guía, sino la eficiencia de la ganancia. En este sentido, si pueden ganar lo mismo produciendo menos, lo harán, generando desabastecimiento y controlando la oferta (y por lo tanto los precios).
En este sentido, jamás de los jamases un presidente empresario manejará a la Argentina como si fuera una empresa. Sería un contrasentido, porque pondría en peligro la lealtad hacia el Estado en que tiene la mayor lealtad: el suyo. Si realmente manejara un Estado como una empresa, la “Mesa chica”, es decir los accionistas, se convertirían en una “mesa grande”: el pueblo. Toda la plusvalía iría directamente a parar a manos del pueblo, incrementando su eficiencia de producción y la inversión en el Estado público, y reduciendo el margen de ganancias de las empresas, y eventualmente adquiriéndolas.
Y eso sería el comunismo.