En los tiempos que corren, no es demasiado arriesgado asegurar que vivimos
en una sociedad profundamente colonizada culturalmente por las culturas hegemónicas
centrales. Nuestras teorías académicas provienen del (mal llamado) primer mundo,
particularmente de Europa occidental, especialmente Francia, Inglaterra y
Alemania, y asimismo también del principal poder económico y cultural que haya
conocido la historia: ni más ni menos que los Estados Unidos. Estos países han creado una red de referencias sutiles y no tanto
que se han expandido por todo el mundo conocido.
Asimismo, nosotros, como cultura hija del mestizaje, poseemos una enorme
dosis de cultura europea medieval y antigua, en mucha mayor medida que indígena,
en el punto en que en nuestros mismos programas de estudios históricos le damos
prioridad a Europa y Asia Menor. En este sentido, es importante tener en cuenta
que todos en América sabemos qué fueron las cruzadas, pero muy pocos sabemos de
los conflictos armados entre mapuches y quechuas del Tawantisuyu, que terminó
en tablas. Todos sabemos (más o menos) quién fue el Rey Arturo, Merlín y los Caballeros
de la Mesa Redonda, y sólo una minoría conoce la leyenda de Manco Capac y Mama
Ocllo.
La aculturación, durante un choque de culturas, si no inevitable es como
mínimo altamente frecuente. Como prueba tangible del predominio cultural de
Europa Occidental dentro de nuestro universo de referencias se hace evidente en
el mismo lenguaje común de todo Latinoamérica, o en la religión prioritaria de
todo el Hemisferio Occidental; y se hace aún más evidente con los mecanismos
masivos de comunicación, y los aparatos productores de cultura de masas.
En este sentido, una resistencia romántica con los supuestos “valores”
patrios se vuelve fútil e ineficiente. Carecemos de los mecanismos de poder
necesarios para lograr una penetración profunda en los centros de poder
cultural, a diferencia de lo que tienen éstos para con nosotros, y ni hace
falta mencionar que nosotros ya
utilizamos los universos referenciales de los bloques hegemónicos, a los
que adicionamos nuestras propias pautas. Por esto mismo, negar la influencia europea
y norteamericana resulta inútil y contraproducente a la vez: no tenemos fuerza
suficiente, y tronchamos nuestras propias culturas al extirparles algo que ya
poseen.
Sin embargo, alguna clase de alternativa, y de resistencia cultural se
vuelve imperativa, si no queremos estar condenados para siempre a la periferia
cultural, deseando haber nacido en el Primer Mundo.
Para esto, podemos tomar nota de otras culturas ampliamente exitosas en
su sostenimiento actual, como son las culturas de oriente lejano, o incluso los
orígenes mismos de la cultura norteamericana. En estos países existe una política
de apropiación cultural de valores ya considerados universales, y el
trastocamiento de los mismos para darles una enorme influencia propia y transformarlos
en parte de la cultura hegemónica, acumulando capital cultural (para usar una
categoría académica francesa), y ponerse en el centro de la discusión. Podemos
ver fácilmente como Japón, por ejemplo, entra en el centro del universo
referencial con sus productos culturales, tales como su gastronomía (el Sushi)
como por sus producciones narrativas artísticas (esencialmente animación, historietas
y videojuegos). Lentamente, esta apropiación funcionó: en nuestro país tenemos
grandes sectores juveniles apasionados y dedicados a la exploración de la cultura
japonesa, y asimismo, prácticamente todos los sectores sociales jóvenes conocen
y en alguna medida aprecian productos culturales japoneses: es fácil comprobar
en un aula villera cuántos más vieron Dragon
Ball Z o Naruto que aquellos que leyeron
a Borges o el Martín Fierro.
Asimismo, las culturas hegemónicas no son impermeables, ni su blindaje
cultural impenetrable. Pero para poder resquebrajarlo hay que saber por dónde
entrar. Hay que saber hacer un buen uso de sus valores y referencias comunes, y
contaminarlo con nuestras propias motivaciones, historias y valores, aceptando
de una buena vez que, si escribimos una novela de caballería o fantasía
heroica, sus referentes centrales ya forman parte de nuestra cultura: R. E. Howard,
Tolkien, George Martin y Moorcock están en nuestras discusiones diarias y son
ampliamente leídos y apreciados. Nosotros ya
utilizamos sus valores en la vida diaria, debemos hacernos cargo. Pero no
tenemos por qué permitir que dirijan la batuta. No tenemos por qué permanecer
siempre en la periferia.
Podemos generar autores propios, que manejen los códigos hegemónicos y los
emergentes a la vez, mixturando y veteando la lectura sin troncharla de raíz, o
intentando bodoques tradicionalistas que carecen de valor más allá del anecdótico o del "patrio". Debemos hacernos cargo de la situación, si no queremos terminar de ahogarnos en la marea de la globalización, en lugar de surfearla. Por que no podemos bajar un acorazado a hondazos, a veces debemos subirnos al barco para matar al capitán y manejarlo nosotros.