jueves, 7 de junio de 2007

Fragmentos 1



Giorgo Donato nació en Milán el 15 de marzo de 1884, primogénito de una familia pequeño burguesa. Desde muy joven tuvo altísimas aspiraciones artísticas, primero en la escultura, y más adelante en la pintura. En el colegio se la pasaba modelando figuras de barro, y hacía toscos muñecos de madera para sus amigos con una navaja que se encontró en el tacho de un carpintero, y se hizo medianamente exitoso por ello.
Era bastante noble de espíritu, le gustaba mucho leer y ver cuadros, era generoso de bolsillo y favores, capaz de entregarse por una causa noble… si es que la encontraba. Le interesaba mucho la historia de su país, y no le costó demasiado prever que estaba encaminado al desastre. Reconoció algo de las glorias artísticas del renacimiento y otras yerbas, pero sus conocimientos eran más producto de una investigación caótica y personal que de una instrucción formal, por lo cual construyó sus conocimientos en forma endeble y fragmentaria, sobre la única base de su narcisista y estúpida personalidad.
Nunca anduvo bien de amores, y, aunque fue educado en la religión católica, tempranamente perdió la fe. Intentó llegar a algo con su trabajo en pintura cuando se inscribió en la Academia en el 1903, que no carecía de gracia, aunque ciertamente no era extraordinario, y en el Colegio de Bellas Artes tenía varios compañeros que lo aventajaban, pero tempranamente su madre le consiguió un trabajo vil limpiando los palacios gubernamentales. Allí conoció todas las matufias de los dignatarios de provincia y se asqueó.
Después de un trauma severo en el 1904, su personalidad cambió mucho. Se volvió aún más egoísta y hedonista que antes, e intentó sin éxito mudarse a Venecia, cuna del decadentismo italiano. Quiso ser un dandy, pero no tenía dinero suficiente, ni contactos necesarios para llegar alto: a pesar de su afabilidad y cordialidad habitual, todos entreveían un dejo de desprecio y desdén de su parte. Las ambiciones en un punto lo devoraron, y en un pináculo de su egolatría, pintó doce cuadros (¿o eran trece?), y los llevó a una galería para exponerlos en 1906, pero fue rechazado. Allí comprendió que su vida estaba hecha de retazos, y que jamás en su vida podría llegar a las altas cumbres, ni aspirar a oros y terciopelos, y que debería conformarse con un humilde caserón al lado de una fábrica en Milán.
No soportó la presión, y de un balazo en el pecho intentó unir los fragmentos dispersos de su vida trunca. Pero se murió y poco tiempo más tarde ya nadie se acordaba de él.
Esteban Ruquet

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tremendo, fantasmagórico, monumental