La esperanza es, lamentablemente, lo último que se pierde.
Taller Literario de I-telpe, 2003 1
[NEONATO-ENUMERATO]
-¡Gôcharre!- gritó Sebastián al despertar a la luz. Una ligera amnesia lo atrapó al momento, y se revolvió en su cama (o al menos, le parecía que era suya) pensando en el nombre que había dicho.
-Gôcharre, Gôcharre, tengo que buscar a Gôcharre- pensó, aunque en realidad no supiera bien por qué hacerlo, ni quién era este tipo, pero la certeza de que debía hacerlo era inmutable. Sabía, eso sí, que al encontrar a ese hombre, su existencia cobraría un sentido nuevo, con un pleno significado para él. Claro que él no sabía que el mero propósito de su existencia era esa misma búsqueda.
Lentamente, fue recuperando ciertos recuerdos de su pasado: imágenes fugaces que aparecían como nuevas en su mente, alojándose permanentemente allí, para operar en su conciencia y subconsciencia. Entre esas imágenes aparecían la figura de una mujer joven, aunque más grande que él, a la cual enseguida reconoció como su madre; vio también la figura de un niño atormentado por la enfermedad, luchando incesantemente por su vida, y se reconoció en él; vio a un hombre delgado, barbudo y pelilargo, perennemente vestido de negro, y supo que era su padre; vio a este mismo padre morir por la misma enfermedad a la cual él mismo había vencido finalmente tras años de lucha; vio un cementerio verde y una lápida blanca con su nombre. Vio muchos más indicios de una vida pasada, y fue incorporándolos rápidamente a su yo, sabiendo que sólo le pertenecían a él.
La puerta sonó con un ligero toc-toc, y por allí vio entrar a su hermano mayor, Ezequiel.
-¿Pasó algo, Seba? ¿Por qué gritaste?
-No sé. Debe haber sido un sueño- esas palabras parecían las primeras que pronunciaba en voz alta, porque las emitió en un ininteligible balbuceo.
-¿Qué?
-¡Que no me pasa nada, sordo! ¡Rajá que estoy en pelotas!
-¡Bueno, che! ¡Qué carácter de mierda, loco!
Cuando Ezequiel se fue, Sebastián se levantó, y sintió el contacto del piso frío de baldosas rojas en sus pies descalzos. Fue caminando hasta el ropero, aspirando pausadamente el aire fresco que entraba junto con el sol matutino y unas hojas del árbol vecino por la ventana abierta. Respiraba lenta, concienzudamente, disfrutando de cada nueva oleada de aire puro que inundaba sus pulmones, oxigenando su sangre y aclarando su mente.. Su cuerpo desnudo pedía calor, así que se vistió rápidamente.
Vivía en un primer piso, en un edificio antiguo, hermoso aunque descuidado, junto con su hermano mayor, ya que sus estudios así lo requerían.
Se rascó la cabeza, y salió al comedor del departamento, a buscar algo para desayunar.
-Mondongo. ¡Qué asco!
Eso era lo único que había en toda su casa: un asqueroso guiso de mondongo. Entonces recordó que eso había comido su hermano la noche anterior, y se vio a sí mismo rechazándolo, causa de la languidez que sentía. Siempre había odiado el mondongo: su consistencia gomosa, los miles de “pelitos” estomacales de la vaca, el olor inmundo, y el color amarillo pálido le daban una inmensa similaridad con un vómito viejo y reconcentrado.
Tenía hambre, así que agarró cinco pesos y se fue a desayunar por ahí. Caminó unas pocas cuadras bajo el frío clima de la ciudad, andando por calles arboladas sin pensar en nada en particular, y vio en una librería una escena que le llamó la atención: una chica muy linda gritándole como una desaforada a un empleado joven. Mirando la escena desde afuera, estaba una chica rubia bastante bonita, de ojos verdes. Considerando sus posibilidades, decidió seguir caminando.
Al fin llegó a una cafetería, y se pidió una lágrima con medialunas. Mientras esperaba, vio algo que, no supo por qué, pero le llamó la atención. Una casa.
Nada tenía de particular esa casa. Era antigua, como muchas de la ciudad, y estaba bien conservada. Ese no era un hecho digamos extraordinario, había también muchas otras casas así en la ciudad. Sin embargo, ésa en particular lo atraía poderosamente, como si una suerte de flujo místico lo envolviera. Permaneció así estupidizado mirando la casa varios minutos, hasta que un hombre joven, abrazado a dos jóvenes muchachitas entró al edificio, rompiendo el hechizo.
-Le traje el café, señor.
-Uy, disculpame, flaco. Gracias.
-No hay de qué.
Desayunó opíparamente, y sintió el calorcito interno de la placidez avanzar por su cuerpo. Así, sus pensamientos volvieron hacia el nombre que debía buscar. Consideró todas las posibilidades y opciones para comenzar su búsqueda y se quedó con la más obvia: la guía de teléfono. Iluminó esta simple idea su cabeza, y se levantó repentinamente de su asiento, casi tirando todo, para ir rápidamente a un locutorio.
Mientras caminaba, miró a su alrededor. Veía cientos de personas haciendo diversas actividades: caminando, leyendo, vendiendo baratijas a precios mínimos, vio kiosqueros, banqueros, niños, estudiantes, obreros, farmacéuticos, bibliotecarios, becados, secretarias, abogadas, juezas, modelos, arquitectas, artista, actores, actrices, panaderos, empleadas, gente hablando por teléfono, gente charlando amablemente, vio hombres seduciendo mujeres, mujeres seduciendo hombres, vio a una pareja de novios, a una pareja de lesbianas pelirrojas muy jóvenes, a un dúo de gays viejos y pelados, varios cientos más de hombres y mujeres, amigos y enemigos, malos y buenos, inteligentes y estúpidos, intelectualoides y teleadictos, cada uno con su propia historia, con sus propias relaciones grupales e individuales. ¿Qué impulso secreto llevaba a un hombre a usar una bufanda roja, buzo verde y jeans azules? ¿Qué llevaba a esa morocha bajita a usar un saco bordó oscuro y el pelo lacio sobre los hombros? ¿Qué conducía a ese joven a ir rapado y con barba? O a ese otro, todo vestido de negro, a manejar su destartalada bicicleta verde con una inmensa mochila sobre sus hombros. Cada uno probablemente poseía sus propios motivos y razones, su propia historia para contar, su mundo personal. Se sintió abrumado y desesperado, como en una enorme biblioteca a la cual sólo podía entrar por unas horas, cuando no le alcanzaría una vida para leer todos los libros. Quería conocerlos a todos, pero no podía. Conocería a un par de personas, quizás a unos cientos, pero no a todos. Ni siquiera a una mayoría. El pensamiento elitista de que a la gran mayoría no valía la pena conocerlos lo consoló un poco, pero no consiguió esquivar la pregunta de si habría un gran dios que conociera todos los caminos, todas las infinitas posibilidades y las igualmente infinitas posibles relaciones.
Él tendría que vivir su vida en la oscuridad. Debía dejar todo aquello de lado, confiando o no en que algo habría que recogería todos esos fragmentos de realidad, y en lugar de preocuparse por historias ajenas debía vivir la que le era propia. Salió a la luz del mundo para volver a sumirse en las sombras del locutorio.
Pidió allí una guía telefónica y buscó Gôcharre en cada guía que le dieron. Encontró Gagliardi, Galiardo, Gallardo, Galli, Galman, Gallo, Galo, Gantz, Garezno, Garófalo, Garompa, Gato, Gatti, Gauguin, Gea, Gelleus, Gelet, Gelman, Gemma, Genma, Gepetto, Germán, Gerschwitz, Getto, Giangrante, Gigante, Gil, Giménez, Girondo, Godot, Godoy, Gogó, Gogot, Gómez, González, Gorompa, Guatson, Guido, Güiraldes, Gulevano, Gulián, Gulli, Gustavo, Gustávez, Gutiérrez, Guttinger, Guzmán, Gwaka e incluso Gweir, y muchos nombres más; pero Gôcharre no aparecía. Gôcharre no existía.
CONTINUARÁ...