Él salió de la casa contento,
pero asustado. Los quince días que pasó allí habían sido unas buenas vacaciones
aunque ya se le hacían pesados, pero terminaron, y tenía que volver a la
realidad.
Era alto, buen mozo, el pelo
negro cuervo. Caminó. Tenía que ir a buscarla. Tenía que encontrarla. Era
rápido. Las calles se habrían ante sí y se perdían a la distancia.
Llegó. Un edificio grande, art decò. Ya había estado allí otras
veces. Subió varios pisos hasta la oficina de ella.
Ella era indescriptiblemente
hermosa. La mujer más bella que él hubiera conocido, y había conocido muchas. Su vida entera había estado
rodeado de mujeres hermosas. Empezando por su familia, sus primas
destacaban en la multitud incluso en las playas del sur. Habían fijado un estándar
imposible que les había causado a él y a su hermano muchos problemas para
conseguir pareja. Pero ella excedía ese estándar en mucho, y él no podía creer
su suerte al conocerla. Siempre el verla le inflamaba la sangre. Trabajaba ahí
desde hacía tiempo. Entró: conocía a todo el mundo.
Ella lo vio. Su gesto fue
curioso. Una sonrisa reprimida, y en sus ojos una infinita tristeza. Bellísima.
Se acercaron.
− Ahora no puedo. − Le dijo
ella. Él no dijo nada. Se acercó a un escritorio vacío y miró el ordenador. Una
caja fea color azul. Tenía familiaridad con ellos, pero lo aburrían.
Estéticamente contrastaban con la belleza natural de la mujer.
Él se puso a trabajar. Agarró
dos expedientes, los abrió y prendió la máquina. Leyó a conciencia el primero:
las faltas ortográficas abundaban. Se puso a corregirlas en el papel y luego se
fijó en el aparato. Entendía su funcionamiento general, pero el desafío era el
programa en específico: pedía un examen para abrirlo. Miró las preguntas y fue
respondiéndolas. Las primeras eran fáciles, pero se iban poniendo
progresivamente más difíciles. Fue trabajando por descarte, quitando las
opciones absurdas o humorísticas. Pero hubo un punto en el cual no pudo saber
la respuesta; era suerte o verdad, una pregunta legal tan específica que solo
la familiaridad inmediata podía responderla. Se congeló.
Ella viéndolo se levantó. Él
lentamente hizo lo propio, pero acariciándole la espalda desde la base hacia el
cuello, por debajo de la ropa. Un gesto familiar y tremendamente significativo.
Lo que él había venido a buscar. Mientras la mano ascendía por la espalda él le
respiraba cerca, muy cerca. Se detuvo en su nuca y se la besó muy suavemente.
Los vellos del brazo de la mujer estaban erizados. Él siguió con los besos, y
ella, con la cabeza hacia arriba se derretía lentamente. Pero se detuvo. Puso
un alto. Él siempre había sido un excelente amante. El mejor. Por eso habían
estado juntos tanto tiempo.
Pero era el momento de cambiar.
Sin alejar la mano ni su cuerpo, se puso rígida.
− ¿Pasaste a ver a nuestro hijo
primero?
− No, vine a verte a vos.
− Ahá.
Él supo que había desaprobado.
La dejó.
− Te acompaño abajo. − Dijo
ella.
Bajaron en silencio. Se
abrazaron. Lloraron un poco. Él partió.
No tenía destino sobre la
tierra, y había terminado con su mujer.
Esteban Ruquet
15/07/2019
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