domingo, 21 de julio de 2019

La ira del Profeta

−Volví… Volví porque me llamabas. Volví porque me necesitabas, volví por vos, tierra ingrata.
El profeta lloraba lágrimas amargas. Caían sobre el suelo árido. Poca cosa, que no afectaba en absoluto a la sal del piso, que la absorbía en  segundos.
El calor arreciaba. Las tortugas andaban con sombrilla. Adelante, impenetrable, la inmensa mole el Castillo Blanco construido de modo tal que ni los más poderosos hechizos podían penetrarla. Indiferente, ausente, intocable. No así las calles de Saraza, ni el monte del Dominio, la amante maléfica que en lugar de extender la luz, extendía la crueldad y la maldad en el mundo. Él, joven e idealista, lo había visto como bastión de luz, y había luchado por ese castillo que derramaba su imperio de maldad por los rincones del mundo. Quería destrozarlo. Su obsceno lago en medio del desierto abierto al mundo entero. Incluso los feacios se bañaban allí manchando con sus barbas inmundas las puras aguas.
Él no era codicioso. No quería el agua sólo para él, pero pretendía cierto orden, cierto cuidado que el Dominio no prodigaba. Miraba con furia contenida el despilfarro en el desierto, pero comprendía que los caminantes descansaran en las aguas del lago Saruz, el más bello del mundo. O al menos trataba de hacerlo.
Había luchado por ello. Sus visiones habían ayudado al Dominio en muchas victorias en ayuda a su pueblo. Pero sus excesos, sus injusticias (las que lo atañían a él y al pueblo) lo enfurecían. Así que corrió.
Corrió por las calles de Saraza rompiendo cristales, tapices, cerámicos, jarrones y toda clase de joyería en el barrio reacio. Juntó gente que lo siguió en los disturbios. El lujo … el lujo y la pereza … pero por sobre todo la crueldad, lo enfurecían. La ira, pensaba él, estaba justificada.
Se dirigió hacia las casas de esclavos, y entró en mansiones enjoyadas, subiendo altos escalones de piedra y golpeando en las puertas justas. Nunca se equivocaba en eso. Pero, en su camino, pateó mendigos y nobles por igual. Aunque nunca atacó el Palacio de Sal.
Sus ojos veían más allá, era su poder y su condena y era capaz de ver todo en la ciudad. Golpeó primero a los más crueles, rompió las cadenas y sus esclavos desarrapados lo siguieron, pero luego giró hacia los pequeños dueños que los trataban con más gentileza que sus antiguos señores antes del Dominio.
Y luego a gente a la que solo le tenía bronca o lo miraba espantado.
Su magia, desatada, no necesitaba hechizos y la destrucción de Saraza crecía minuto a minuto. Pero una alta figura se paró frente a él.
− ¡Alto profeta! ¡Detené a tu horda!
− ¡Safrón! ¡No quiero! ¡No puedo permitir la crueldad!
− ¡Es suficiente, ya mostraste tu enojo! Y lo permitimos. Hasta cierto punto tenés privilegios pero te pasaste de la raya.
− ¿Y qué van a hacer? No pueden hacer nada contra mí. Ustedes me llamaron.
− Te vamos a exiliar.
− ¿Ah sí? Esta ciudad se alzó con mi sangre, con mi sangre y la de los pobres diablos que me siguen.
− No queremos usar la fuerza, no vamos a matarte.
− Mejor dirigí tus pratir hacia allá, hacia el mercado, hay un incendio que yo provoqué.
− ¡Mierda!
El Safrón abrió mucho los ojos y corrió cuando vio el humo. El fuego se extendía rápido en los dominios: la sequedad y el calor lo ayudaban mucho. Un incendio podía aniquilar Saraza en un santiamén, más aún uno de esas dimensiones. No importaría la cuna de quien quedara atrapado en el incendio, y el safrón sabía por experiencia que los que más sufrirían serían los del tercer y cuarto anillo, trabajadores y esclavos. En teoría no se extendería por el desierto, pero los poderes del profeta eran desconocidos, así que claramente no se podían arriesgar... tal vez el  próximo incendio fuera en Dolarys...

Siempre lo habían subestimado. Él apenas era un catedrático que había ayudado a armar el archivo. Había luchado, sí, pero lejos, ampliando las fronteras, custodiando la preciada yerba mate en su camino al círculo interior o defendiendo pueblos muertos de invasiones bárbaras. No siempre había evitado los conflictos, no era infalible, pero veía lejos y veía mucho, y trataba de evitarlos en la medida de lo posible. Siempre que podía prevenía baños de sangre pero su ira era cada vez más volcánica, y finalmente había llegado la erupción.
Controlado el incendio los legionarios se dirigieron hacia la horda, que ya estaba en los templos principales de los Dioses Mayores, en pleno saqueo. También saqueaban el archivo, sobre todo el Ojo de Xerias.
El Safrón volvió a increparlo:
− ¡¿Estás loco profeta?!
− ¡Yo volví por ustedes hijos de puta! ¡Volví por ustedes!
  ¡Llamen a Famalen! ¡Va a destruir la ciudad!
− Varios pratir trataron de reducirlo, mientras los legionarios intentaban contener la horda. Ruan los agarró a sopapos, sin usar armas. Los pratir no querían matarlo igualmente, así que estaban en desventaja. Contenidos podría decirse, pero él les gritaba “¡Pratis de mierda, los voy a matar a todos!” Trompeó a cuatro que cayeron a sus pies mientras aguantaban el lugar. El Safrón le hizo un agarre esperando a Famalen y logró que los pratir más o menos se rearmaran. Mientras esperaban a que llegara Famalen que estaba tomando mate con unos diplomáticos de ciudades lejanas y líderes de clan. 

Famalen conocía a Ruan. Había sido compañero de su maestra, y una de las fundadoras del Dominio Aliasino. Se calzó la armadura rápidamente, pero no llevó más que un tonqui ceremonial, aunque estuvo tentada de llevar un bastón de atontar, pero decidió dejarlo.
El viaje fue demasiado largo, ella se perdía en los vericuetos de la ciudad, pero finalmente pudo llegar. Sabía que no podía matarlo, esa lealtad le debía a alguien que había hecho tanto por el Dominio, pero tuvo que usar toda su técnica y fuerza para forcejear con Ruan, y era la mayor de todo el Dominio. Aún así le costó horrores dominarlo.
Durante su lucha cayeron los cinco templos, por la magia desatada que era considerable. Famalen, sin embargo, era la mejor en todo sentido. Había sido la primera espada del clan sagrizano desde los tiempos de Fílax, el fundador del Dominio, y si bien su cuerpo había envejecido, su técnica nunca había dejado de mejorar. El profeta aún era joven, le faltaba experiencia. Su ira desatada le daba más fuerza, pero lo hacía cometer errores y un pratir, especialmente su líder ancestral, no los cometía.
Los esclavos sublevados fueron reducidos. Cuando la horda fue encadenada sus esfuerzos solo se enfocaron en Ruan. Como todo lanzahechizos, sus poderes se desactivaban en el cuerpo a cuerpo. Pero a Ruan no lo seducía la magia, solo preveía sus movimientos con su Visión Profética. No por nada era el heredero de Xerias. Además prefería luchar cuerpo a cuerpo, y no seguía ningún manual: era práctico.
Todo se redujo a una serie de movimientos precisos, una partida de ajedrez en la que quien viera más lejos ganaría: llave, evasión, golpe, contragolpe, contrallave, sillazo, uso del territorio, cabezazo, llave asistida. La Visión de Ruan, con furia lo llevaba a cometer errores que no podían vencer a la previsión y la técnica de Famalen.

El destino de Ruan fue efectivamente el exilio y el encierro. La ira del profeta fue calmada … momentáneamente, algo que él hacía saber a cualquiera que preguntara. Detalle curioso: Nunca atacó el Palacio de Sal, motivo de su bronca, ni el Archivo, su orgullo personal, salvo por el Ojo de Xerias.
Pero Ojos Verdes habló con él:
−Vos sabés lo que hiciste, ¿no?
− Sí, fallé. No me alcanzó la Visión para vencer a una heroína.
− ¿Solo eso?
− No. Conmigo los esclavos tuvieron un dejo de libertad.
− Ahá, y también estuvieron a un paso de la destrucción. Como mucha gente inocente.
− ¿Y a vos te parece bien la situación?
− No, pero la forma que vos tomaste fue incorrecta. Pusiste a muchos inocentes en peligro. Demasiados. ¿Sabés quién vive en Saraza, la misma ciudad que vos trataste de destruir?
− … Mi hijo.
− Si, y ahora no vas a poder verlo. Por lo menos por un tiempo. Tu enojo va más allá de la injusticia. Tu ira, por justa que sea, afecta a otros.
El profeta dejó caer el pedazo de pan que tenía en las manos y se agarró la cabeza. No podía creer que, con todos sus poderes, con toda su visión, no haya podido ver que su hijo vivía en Saraza. Y que no iba a poder volver a verlo.

Esteban Ruquet,
16/7/1984

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