sábado, 27 de julio de 2019

Piesligeros

El sol caía a plomo sobre la selva. El aire estaba caliente y pesado, pero la lluvia no llegaba, y los caminos estaban polvorosos. Costaba distinguir las huellas de los enemigos que corrían hacia la altura. Tauros, sin embargo, todavía los oía: los pasos pesados, atolondrados, de los hombres de Quasimor que huían de su falcata. Un giro de muñeca aliasino segaba una vida con la misma facilidad con que partía una fruta. 

Podía oler su hedor hacia adelante, y sabía que los iba alcanzando: lentos, torpes, débiles frente a las tropas del Solar. Más temprano que tarde los alcanzaría: sus pies ágiles estaban acostumbrados a correr largas leguas bajo un sol mil veces más caliente. 

Tauros respiraba pausadamente mientras sus pies patinaban suavemente por la grava suelta. Pasos suaves y ligeros, gráciles, como todos los miembros de su raza, que devoraban a zancadas el ancho mundo. Era alto, más alto que la mayoría de sus compañeros, tenía los músculos torneados y la piel suave aún. Vestía el glauco bronce de los héroes, ligeramente verdoso por el óxido que avanzaba, inevitablemente, sobre cualquier metal en la selva. Los cuernos que salían de su casco eran elevados y firmes, terminados en punta, a diferencia de la mayoría de su gente, que los tenía curvados. Él había empalado a más de un enemigo con ellos. Por supuesto, eran enemigos sin coraza alguna, apenas piel blanda y rosada, y él había tenido que entrenar mucho su cuello para tales maniobras, pues un impacto demasiado fuerte podría lesionarlo. 

Escondidos entre el esparto al costado del sendero de cabras, pudo contemplar a dos enemigos, que portaban sendos dardos, probablemente con la intención de emboscarlo. Antes de que ellos siquiera pensaran en atacarlo, saltó por los aires hacia un barranco elevado y atravesó una distancia imposible para los débiles hombres. Colgaba de apenas una mano y un pie, mientras con la otra se protegía con el escudo. Tras deflectar los proyectiles, se impulsó hacia arriba en un único movimiento. Ya les llegaría la hora a ellos también, pero su objetivo era otro: el traidor Kurete Sulo. 

Lo recordaba muy bien, de su estadía en Bariazal. Un hombretón rollizo y pesado, con la cara cubierta de marcas de viruela y un persistente olor a suciedad y sudor. Kurete representaba todo lo que Tauros odiaba de la humanidad: las imperfecciones, las manchas, el aroma, la gelatinosidad. Le incomodaban especialmente los pelos de la nariz, que se fundían desprolijamente con los bigotes, y los granos pustulentos, que le hacían recordar a los tan temidos tumores del Solar. Estos hombres horribles parecían una caricatura de sí mismos, más pequeños, más feos, del color blancuzco de los cadáveres, de extremidades pesadas y fofas. Eran más pesados y blandos, más frágiles también: sus heridas se cerraban lentamente, y se llenaban de gusanos. Ni siquiera tenían cuernos. Sus vidas eran cortas y brutales: matarlos era una obra de purificación. 

Se internó en las profundidades de las colinas, y dejó muy abajo a los emboscadores. Estaba alerta: aquí, como en el Solar, una equivocación podía matarlo. Sabía que debajo de las rocas se escondían las yararás, víboras terriblemente venenosas que podían acabar con la vida de un aliasino en cuestión de horas. Miró sus sandalias con preocupación: dejaban sus dedos demasiado expuestos. Escuchó un siseo, y saltó una vez más, pero no fue lo suficientemente rápido: la extraña víbora le hundió uno de sus dientes en la carne del pie. 

—¡Mierda! —dijo, y hendió la cabeza del animal un falcatazo. Pero ya era tarde. 

Los hombres usaban botas de cuero o gruesas telas para envolver los pies, y se internaban en las montañas donde estaban los nidos para refugiarse de los perseguidores. Conocía sus tácticas por su maestro, Seláfanos el Suave, del dominio de Kazana. “Nunca te olvides”, le había dicho, “que ellos conocen su debilidad. No los presiones de más, y mantené la cabeza clara”. Él había obedecido, pero no le parecía que los hombres fueran particularmente problemáticos. Los había muertos a decenas en el campo de batalla. La toma de Bariazal había sido tan fácil que aún sonreía al recordarla. 

Se le nubló la vista. El veneno era fuerte, y no creía que pudiera superarlo sin descansar. Necesitaba agua. Siguió corriendo un poco más, hasta que el dolor en el pie se hizo insufrible y debió parar. Haciendo un esfuerzo supremo, se subió a una roca para otear a sus alrededores: no quería que lo rodearan mientras se reponía del envenenamiento. Era difícil, porque el sudor le volvía resbalosas las manos, y tenía la pierna rígida, pero finalmente logró dar un gran salto hacia la cima. 

Desde allí se veía el enorme valle oculto donde se escondían los rebeldes. Dos grandes barrancos grisáceos, casi completamente verticales, marcaban los límites. Una cascada caía por uno de ellos, pero con el veneno le costaba mucho enfocar lo suficiente como para adivinar su tamaño. En la quebrada intermedia crecía un bosque tropical de grandes plantas de color verde brillante, hongos superlativos y gigantescas flores color violeta, que lanzaban un pútrido olor al aire. También parecía haber… ¿trigo? Cada vez le costaba más enfocar. Estaba muy mareado. Vomitó, y el hedor ácido de su estómago inundó el ambiente húmedo. Trató de levantarse para bajar, pero la pierna le falló. Tenía las manos monstruosamente hinchadas y le costaba respirar. 

Se tocó la garganta: la tenía tan inflamada como las manos. Medio desmayado, le vinieron los recuerdos a la cabeza. 

Recordaba a Seláfanos. Su maestro lo había llevado por el Solar de expedición a un Portal. Allí habían hallado un cadáver reciente: el hombre que debían encontrar. Habían temido que hubiese muerto camino al Dominio, y habían acertado. El cuerpo estaba reseco: hacía por lo menos dos días que había muerto, pero tenía un extraño tinte azulado en el rostro. Tauros había desenvainado su falcata, buscando a su agresor, mientras su maestro examinaba el cadáver. “Tranquilo”, le había dicho entonces su maestro. “Este hombre no habría muerto en combate tan fácil. Y si alguien lo hubiera asesinado, se habría llevado su plata”. Le arrojó su bolsa, en la que tintineaban las monedas. “La muerte no siempre es gloria. Muchas veces es azar y mala preparación. Vení. Mirá su cuello. Murió ahogado”. 

Tauros se despertó y quiso gritar. Los dioses aparecían en el firmamento: los heraldos de Iznas comenzaban a marcar los caminos nocturnos. Pero él no podía apreciarlo, porque se asfixiaba. Los segundos contaban; usó sus últimas reservas de fuerza para buscar su daga y clavársela en el cuello, que ya era una pelota de fluido gargantuesca, como el saco vocal de un anuro o uno de esos extraños estorel. El golpe fue preciso y apenas perforó la tráquea, pero nada más. Dedicó una plegaria silenciosa a los dioses por aquel hombre muerto en el desierto y se puso boca abajo. El líquido chorreó por la roca, y se regó de sangre el suelo. Poco después entró el ansiado aire por el tosco agujero, lo que le permitió pensar con más claridad. Sin embargo, seguía agotado y muy malherido. Necesitaba descansar para derrotar al veneno. 

A lo lejos, divisó un fuego, en el borde de la cascada. Los enemigos estarían descansando, pero no descartó que algunos lo estuvieran buscando. Y no estaba en condiciones de enfrentarlos. Apenas se podía mover, no tenía agua, y seguía muy mareado. Una tos le nació dolorosamente en la garganta, y le provocó espasmos de dolor al atravesar el agujero en el cuello, que todavía goteaba. Reptó dolorosamente hacia el suelo, y con las piernas temblorosas se arrastró hacia una pequeña cavidad iluminada por la luna, apenas un resquicio entre las paredes de piedra. Confió en que Iznas no lo llevaría a un nido de serpientes… 

Oscuras formas se agitaban en sus sueños. Su maestro, enseñándole a combatir, a mantener los pies sobre la tierra. Soldados enemigos emboscándolos. Sangre derramándose sobre un desierto salado. Grandes pájaros de alas umbrías en las desconocidas selvas del sur. Figuras armadas con arcos traicioneros. Serpientes sombrías que se enroscaban en su cuello, ahogándolo. Agua en los pies. Y vértigo, el mareo de sentirse flotando en el aire, antes de caer a la dura realidad, que le golpeaba la cabeza contra las piedras al levantarse de improviso. 

Ahogó un grito justo a tiempo: escuchó voces y pies a unos pocos pasos de su hendidura. Se detuvieron cerca de la roca donde él había agonizado y pronunciaron algunas palabras. Aprestó su cuchillo: no moriría escondido como un cobarde. Pero los pasos siguieron, y se tranquilizó. Las sombras de Iznas lo habían protegido, y habían confundido los pasos de los demás. Agradecido al dios, cerró los ojos, y se dejó llevar por el sueño. 

Los abrió con el Sol golpeándolo en el rostro. Sus manos temblaban un poco, pero habían vuelto a la normalidad. El dominio de Iznas había pasado, y era el turno de Tarmin. Dudó unos instantes antes de salir, y se concentró en cualquier ruido. No escuchó nada y salió de su refugio, temblando. Tenía sed, y apenas contaba con el rocío en las hojas. Decidió seguir los pasos de los enemigos en perfecto silencio. Las huellas se marcaban claramente entre los cantos rodados. Lo llevarían ante Kurete Sulo y su traicionero arco. 

Kurete. Masticaba la rabia aún. Él había estado con su maestro, caminando por las murallas, cuando había escuchado el chasquido de un arco y el silbido de una flecha. Seláfanos apenas había logrado mirarlo antes de caer pesadamente sobre él, con los ojos vidriosos y la boca roja. Se habían sacado los yelmos para dejar respirar a las orejas en ese clima húmedo que se les pegaba a la piel. Y la flecha había atravesado el cráneo limpiamente. La sien, reventada, había rezumado sangre roja y sesos en sus manos. Y había visto la bovina cara de Kurete detrás del arco, a cien pasos. Había jurado entonces que pagarían la ofensa, y había saltado de las murallas hacia los enemigos, reclamando su presa. Una ráfaga roja que embestía con cuernos y puños. 

Tropezó y salió de su ensoñación. Tenía la vista aún borrosa. Algunas piedras rodaron hacia abajo y cayeron por la cornisa. La herida del cuello ya se había cerrado, aunque todavía dolía. El pie aún seguía hinchado, pero la rigidez de la rodilla aflojaba. Se concentró, y fijó su aguzado olfato en el olor del humo. Necesitaba agua. Había perdido mucha con la sangre. Y necesitaba orinar para deshacerse del veneno; necesitaba alguna planta de donde beber. Recordó que en esta tierra el agua caía del cielo, y no abundaban los cactus. Buscó entonces cualquier planta con copa profunda, y encontró una zona abierta de árboles, pero llena de bromelias. Entre los nudos de hojas se acumulaban pocitos de agua hedionda. Lamió el agua podrida en cuatro patas, como un antílope, y se levantaron nubes zumbadoras de mosquitos. 

 Un chasquido familiar hacia su derecha. 

El escudo vibró cuando la flecha lo golpeó, atravesando la fina capa de bronce y la madera debajo, pero pudo detenerla. La flecha goteaba algo verde. Se hizo un bollito para cubrir todo su cuerpo, y otra flecha pasó, zumbando, adonde antes estaba su cabeza. Los disparos eran rápidos, y tenían la fuerza para atravesar un cráneo. 

—¡Ka-houni! ¡Entimayangu! —dijo la voz odiada—. ¡Ka-houni! 
—¡Vas a morir, cobarde! —respondió él, mientras por el rabillo del ojo notaba que varias figuras sombrías intentaban rodearlo. Rodó en el suelo justo antes de un nuevo chasquido, que golpeó el escudo de refilón. Las bromelias cortaban su piel allí donde la tocaban. Aprovechó el tiempo entre flechas para arrojar un dardo hacia una de las sombras que intentaban rodearlo, y culebreó hacia el arquero. Una flecha golpeó su greba, pero el impacto no fue directo, y la armadura pudo deflectarla sin mayores problemas. Escuchó un llanto desesperado de donde había lanzado el primer dardo, justo antes de otro chasquido. Esta vez usó su principal maniobra, y saltó hacia la izquierda, hecho un ovillo tras la rodela. 

El hombre que estaba allí no lo esperaba, y ni siquiera emitió un gemido cuando lo empaló con sus cuernos. Su muerte fue rápida: le reventó el corazón. 

—¡Lelotala! ¡Entimayanguna! ¡Lelotalatola angú! 
—¡Corran, perros! ¡Tarmin los busca! ¡Tarmin kai kureos! 

Nuevos chasquidos, pero esta vez tenía cobertura. Seláfanos lo había entrenado bien en los caminos del dios de los héroes. Las flechas golpeaban contra los árboles mientras Tauros zigzagueaba. Pies ligeros sobre la hierba, escudo al frente. Mantené los pies firmes, le había dicho su maestro. Los humanos abandonaron el ataque y huyeron, y aprovechó para lanzarles dardos por la espalda, aunque no consiguió alcanzarlos. Resbaló en el pasto húmedo; aún estaba un poco mareado, y cerca se oía el estruendo de la cascada. Su garganta reclamaba agua, y su vejiga estaba hinchada. Ellos corrían rápido en el denso sotobosque, estaban acostumbrados al terreno difícil. 

Respirando pesadamente se apoyó en un árbol. El pie seguía hinchado, y rezumaba pus. Antes de seguir, se echó un meo, que salió oscuro, rojizo. Esto se pone feo, pensó. Pero Tarmin le reclamaba venganza. 

Desenvainó su falcata, y avanzó cauteloso por el bosque, escuchando. Kurete estaba hablando con sus hombres en la cascada. Apenas si entendía algo de ese fangoso lenguaje selvático, pero a la velocidad a la que hablaban no podía comprender palabra. Decidió aprovechar la distracción, y se movió sigiloso por entre las matas, hasta que estuvo a una distancia segura. Tenía calor. Las chicharras zumbaban, y el olor a podrido de las gigantescas flores inundaba sus fosas nasales. Calculó matemáticamente las distancias, afirmó los pies en el suelo, y saltó varias veces entre los árboles, apoyando un pie en cada tronco para cubrir una pasmosa distancia. 

 —¡Tarmin kai kureos! 

Antes de que pudieran reaccionar, cayó sobre ellos, decapitando con un giro de muñeca al más cercano. Y allí estaba Kurete. Mantené los pies firmes, le había dicho su maestro. Su rostro bovino reflejaba terror. De un salto acabaría con él. Los otros dos sobrevivientes huían despavoridos, dejando a su jefe solo. Éste alzó su arco. 

—Tenés un tiro antes de que llegue. No falles —dijo, y sonrió. 
—No falhéu con teu maestro —respondió Kurete—. ¿Por qué falharía con vosse? 

El hombre tiró su última flecha mientras Tauros saltaba con el escudo delante. El proyectil falló largamente su objetivo, y Tauros sonrió. Su maestro se había equivocado. Se preparó para embestir con los cuernos en el aire. Sus pies ligeros le habían permitido sobrevivir. O eso pensaba, cuando Bopal metió la pata. Kurete se movió un poco, solo un poco, pero alcanzó para esquivarlo. 

Tauros trató de aterrizar, pero su pie hinchado y sudado resbaló contra los cantos rodados mojados. 

Lo último que vio antes de despeñarse fue la cara bovina de Kurete, sonriendo.

domingo, 21 de julio de 2019

El examen



Él salió de la casa contento, pero asustado. Los quince días que pasó allí habían sido unas buenas vacaciones aunque ya se le hacían pesados, pero terminaron, y tenía que volver a la realidad.
Era alto, buen mozo, el pelo negro cuervo. Caminó. Tenía que ir a buscarla. Tenía que encontrarla. Era rápido. Las calles se habrían ante sí y se perdían a la distancia.
Llegó. Un edificio grande, art decò. Ya había estado allí otras veces. Subió varios pisos hasta la oficina de ella.
Ella era indescriptiblemente hermosa. La mujer más bella que él hubiera conocido, y había conocido muchas. Su vida entera había estado rodeado de mujeres hermosas. Empezando por su familia, sus primas destacaban en la multitud incluso en las playas del sur. Habían fijado un estándar imposible que les había causado a él y a su hermano muchos problemas para conseguir pareja. Pero ella excedía ese estándar en mucho, y él no podía creer su suerte al conocerla. Siempre el verla le inflamaba la sangre. Trabajaba ahí desde hacía tiempo. Entró: conocía a todo el mundo.
Ella lo vio. Su gesto fue curioso. Una sonrisa reprimida, y en sus ojos una infinita tristeza. Bellísima.
Se acercaron.
− Ahora no puedo. − Le dijo ella. Él no dijo nada. Se acercó a un escritorio vacío y miró el ordenador. Una caja fea color azul. Tenía familiaridad con ellos, pero lo aburrían. Estéticamente contrastaban con la belleza natural de la mujer.
Él se puso a trabajar. Agarró dos expedientes, los abrió y prendió la máquina. Leyó a conciencia el primero: las faltas ortográficas abundaban. Se puso a corregirlas en el papel y luego se fijó en el aparato. Entendía su funcionamiento general, pero el desafío era el programa en específico: pedía un examen para abrirlo. Miró las preguntas y fue respondiéndolas. Las primeras eran fáciles, pero se iban poniendo progresivamente más difíciles. Fue trabajando por descarte, quitando las opciones absurdas o humorísticas. Pero hubo un punto en el cual no pudo saber la respuesta; era suerte o verdad, una pregunta legal tan específica que solo la familiaridad inmediata podía responderla. Se congeló.
Ella viéndolo se levantó. Él lentamente hizo lo propio, pero acariciándole la espalda desde la base hacia el cuello, por debajo de la ropa. Un gesto familiar y tremendamente significativo. Lo que él había venido a buscar. Mientras la mano ascendía por la espalda él le respiraba cerca, muy cerca. Se detuvo en su nuca y se la besó muy suavemente. Los vellos del brazo de la mujer estaban erizados. Él siguió con los besos, y ella, con la cabeza hacia arriba se derretía lentamente. Pero se detuvo. Puso un alto. Él siempre había sido un excelente amante. El mejor. Por eso habían estado juntos tanto tiempo.
Pero era el momento de cambiar. Sin alejar la mano ni su cuerpo, se puso rígida.
− ¿Pasaste a ver a nuestro hijo primero?
  No, vine a verte a vos.
− Ahá.
Él supo que había desaprobado. La dejó.
− Te acompaño abajo. − Dijo ella.
Bajaron en silencio. Se abrazaron. Lloraron un poco. Él partió.
No tenía destino sobre la tierra, y había terminado con su mujer.

Esteban Ruquet
15/07/2019

La ira del Profeta

−Volví… Volví porque me llamabas. Volví porque me necesitabas, volví por vos, tierra ingrata.
El profeta lloraba lágrimas amargas. Caían sobre el suelo árido. Poca cosa, que no afectaba en absoluto a la sal del piso, que la absorbía en  segundos.
El calor arreciaba. Las tortugas andaban con sombrilla. Adelante, impenetrable, la inmensa mole el Castillo Blanco construido de modo tal que ni los más poderosos hechizos podían penetrarla. Indiferente, ausente, intocable. No así las calles de Saraza, ni el monte del Dominio, la amante maléfica que en lugar de extender la luz, extendía la crueldad y la maldad en el mundo. Él, joven e idealista, lo había visto como bastión de luz, y había luchado por ese castillo que derramaba su imperio de maldad por los rincones del mundo. Quería destrozarlo. Su obsceno lago en medio del desierto abierto al mundo entero. Incluso los feacios se bañaban allí manchando con sus barbas inmundas las puras aguas.
Él no era codicioso. No quería el agua sólo para él, pero pretendía cierto orden, cierto cuidado que el Dominio no prodigaba. Miraba con furia contenida el despilfarro en el desierto, pero comprendía que los caminantes descansaran en las aguas del lago Saruz, el más bello del mundo. O al menos trataba de hacerlo.
Había luchado por ello. Sus visiones habían ayudado al Dominio en muchas victorias en ayuda a su pueblo. Pero sus excesos, sus injusticias (las que lo atañían a él y al pueblo) lo enfurecían. Así que corrió.
Corrió por las calles de Saraza rompiendo cristales, tapices, cerámicos, jarrones y toda clase de joyería en el barrio reacio. Juntó gente que lo siguió en los disturbios. El lujo … el lujo y la pereza … pero por sobre todo la crueldad, lo enfurecían. La ira, pensaba él, estaba justificada.
Se dirigió hacia las casas de esclavos, y entró en mansiones enjoyadas, subiendo altos escalones de piedra y golpeando en las puertas justas. Nunca se equivocaba en eso. Pero, en su camino, pateó mendigos y nobles por igual. Aunque nunca atacó el Palacio de Sal.
Sus ojos veían más allá, era su poder y su condena y era capaz de ver todo en la ciudad. Golpeó primero a los más crueles, rompió las cadenas y sus esclavos desarrapados lo siguieron, pero luego giró hacia los pequeños dueños que los trataban con más gentileza que sus antiguos señores antes del Dominio.
Y luego a gente a la que solo le tenía bronca o lo miraba espantado.
Su magia, desatada, no necesitaba hechizos y la destrucción de Saraza crecía minuto a minuto. Pero una alta figura se paró frente a él.
− ¡Alto profeta! ¡Detené a tu horda!
− ¡Safrón! ¡No quiero! ¡No puedo permitir la crueldad!
− ¡Es suficiente, ya mostraste tu enojo! Y lo permitimos. Hasta cierto punto tenés privilegios pero te pasaste de la raya.
− ¿Y qué van a hacer? No pueden hacer nada contra mí. Ustedes me llamaron.
− Te vamos a exiliar.
− ¿Ah sí? Esta ciudad se alzó con mi sangre, con mi sangre y la de los pobres diablos que me siguen.
− No queremos usar la fuerza, no vamos a matarte.
− Mejor dirigí tus pratir hacia allá, hacia el mercado, hay un incendio que yo provoqué.
− ¡Mierda!
El Safrón abrió mucho los ojos y corrió cuando vio el humo. El fuego se extendía rápido en los dominios: la sequedad y el calor lo ayudaban mucho. Un incendio podía aniquilar Saraza en un santiamén, más aún uno de esas dimensiones. No importaría la cuna de quien quedara atrapado en el incendio, y el safrón sabía por experiencia que los que más sufrirían serían los del tercer y cuarto anillo, trabajadores y esclavos. En teoría no se extendería por el desierto, pero los poderes del profeta eran desconocidos, así que claramente no se podían arriesgar... tal vez el  próximo incendio fuera en Dolarys...

Siempre lo habían subestimado. Él apenas era un catedrático que había ayudado a armar el archivo. Había luchado, sí, pero lejos, ampliando las fronteras, custodiando la preciada yerba mate en su camino al círculo interior o defendiendo pueblos muertos de invasiones bárbaras. No siempre había evitado los conflictos, no era infalible, pero veía lejos y veía mucho, y trataba de evitarlos en la medida de lo posible. Siempre que podía prevenía baños de sangre pero su ira era cada vez más volcánica, y finalmente había llegado la erupción.
Controlado el incendio los legionarios se dirigieron hacia la horda, que ya estaba en los templos principales de los Dioses Mayores, en pleno saqueo. También saqueaban el archivo, sobre todo el Ojo de Xerias.
El Safrón volvió a increparlo:
− ¡¿Estás loco profeta?!
− ¡Yo volví por ustedes hijos de puta! ¡Volví por ustedes!
  ¡Llamen a Famalen! ¡Va a destruir la ciudad!
− Varios pratir trataron de reducirlo, mientras los legionarios intentaban contener la horda. Ruan los agarró a sopapos, sin usar armas. Los pratir no querían matarlo igualmente, así que estaban en desventaja. Contenidos podría decirse, pero él les gritaba “¡Pratis de mierda, los voy a matar a todos!” Trompeó a cuatro que cayeron a sus pies mientras aguantaban el lugar. El Safrón le hizo un agarre esperando a Famalen y logró que los pratir más o menos se rearmaran. Mientras esperaban a que llegara Famalen que estaba tomando mate con unos diplomáticos de ciudades lejanas y líderes de clan. 

Famalen conocía a Ruan. Había sido compañero de su maestra, y una de las fundadoras del Dominio Aliasino. Se calzó la armadura rápidamente, pero no llevó más que un tonqui ceremonial, aunque estuvo tentada de llevar un bastón de atontar, pero decidió dejarlo.
El viaje fue demasiado largo, ella se perdía en los vericuetos de la ciudad, pero finalmente pudo llegar. Sabía que no podía matarlo, esa lealtad le debía a alguien que había hecho tanto por el Dominio, pero tuvo que usar toda su técnica y fuerza para forcejear con Ruan, y era la mayor de todo el Dominio. Aún así le costó horrores dominarlo.
Durante su lucha cayeron los cinco templos, por la magia desatada que era considerable. Famalen, sin embargo, era la mejor en todo sentido. Había sido la primera espada del clan sagrizano desde los tiempos de Fílax, el fundador del Dominio, y si bien su cuerpo había envejecido, su técnica nunca había dejado de mejorar. El profeta aún era joven, le faltaba experiencia. Su ira desatada le daba más fuerza, pero lo hacía cometer errores y un pratir, especialmente su líder ancestral, no los cometía.
Los esclavos sublevados fueron reducidos. Cuando la horda fue encadenada sus esfuerzos solo se enfocaron en Ruan. Como todo lanzahechizos, sus poderes se desactivaban en el cuerpo a cuerpo. Pero a Ruan no lo seducía la magia, solo preveía sus movimientos con su Visión Profética. No por nada era el heredero de Xerias. Además prefería luchar cuerpo a cuerpo, y no seguía ningún manual: era práctico.
Todo se redujo a una serie de movimientos precisos, una partida de ajedrez en la que quien viera más lejos ganaría: llave, evasión, golpe, contragolpe, contrallave, sillazo, uso del territorio, cabezazo, llave asistida. La Visión de Ruan, con furia lo llevaba a cometer errores que no podían vencer a la previsión y la técnica de Famalen.

El destino de Ruan fue efectivamente el exilio y el encierro. La ira del profeta fue calmada … momentáneamente, algo que él hacía saber a cualquiera que preguntara. Detalle curioso: Nunca atacó el Palacio de Sal, motivo de su bronca, ni el Archivo, su orgullo personal, salvo por el Ojo de Xerias.
Pero Ojos Verdes habló con él:
−Vos sabés lo que hiciste, ¿no?
− Sí, fallé. No me alcanzó la Visión para vencer a una heroína.
− ¿Solo eso?
− No. Conmigo los esclavos tuvieron un dejo de libertad.
− Ahá, y también estuvieron a un paso de la destrucción. Como mucha gente inocente.
− ¿Y a vos te parece bien la situación?
− No, pero la forma que vos tomaste fue incorrecta. Pusiste a muchos inocentes en peligro. Demasiados. ¿Sabés quién vive en Saraza, la misma ciudad que vos trataste de destruir?
− … Mi hijo.
− Si, y ahora no vas a poder verlo. Por lo menos por un tiempo. Tu enojo va más allá de la injusticia. Tu ira, por justa que sea, afecta a otros.
El profeta dejó caer el pedazo de pan que tenía en las manos y se agarró la cabeza. No podía creer que, con todos sus poderes, con toda su visión, no haya podido ver que su hijo vivía en Saraza. Y que no iba a poder volver a verlo.

Esteban Ruquet,
16/7/1984

lunes, 29 de febrero de 2016

Los Estados Privados



Uno de los mitos más difundidos en la Torre Oscura (además del falso patriotismo teñido de tilinguería) es el hecho de que un empresario necesariamente va a gobernar bien el país porque "sabe manejar" una empresa.
Esto es falso por varias razones, pero vamos a darles las principales. Aun si el estado nacional se manejara como una empresa, la lógica de poner un presidente corporativo es intrínsecamente fallida. Vamos por partes.
Según el Manual de Formación Política del Ministerio del Interior, el Estado es: "una forma particular de ordenamiento político sobre cuya base se estructuran las relaciones sociales."
Cabe aclarar que las decisiones económicas y de ordenamiento social son políticas por naturaleza, porque la política es concretamente la lógica de las interacciones sociales en un marco determinado. Bajo esta óptica, podríamos bien articular dos tipos de Estado diferentes en la actualidad: los Estados Públicos (o Nacionales) y los Estados Privados. Estos últimos tienen una larga tradición, aunque por el momento suenan como una suerte de novedad: no son más que los estados feudales de antaño, en los cuales una familia ejercía su derecho privado por sobre una parcela de territorio y de gente.
Técnicamente, en la Edad Media la servidumbre no era obligatoria: era un contrato, el llamado "Contrato Feudal" según el cual el Señor le otorgaba tierras para trabajar a sus vasallos y ellos le tenían que rendir cuentas (al individuo concreto, no a una causa nacional), ya fuera mediante las armas o mediante un diezmo o tributo. El territorio en sí pertenecía a unas pocas familias, que podían delegar funciones en otras, y nadie estaba "obligado" a trabajar para un señor u otro (como un esclavo, por ejemplo).
Teóricamente, el campesino o caballero en la sociedad feudal podía irse de los terrenos de su Señor, y no trabajar más para él. Pero en los hechos, la realidad era diferente: los viajes eran complicados, y los peligros de los caminos ni siquiera eran la principal de las preocupaciones, sino el hambre. La pura supervivencia de un campesino dependía del contrato feudal, y muchos más eran amenazados desde lo espiritual. La misma tradición o costumbre también eran formas de paralización social: ¿Cómo iba a viajar fuera de las tierras de su señor un campesino, si fuera de ellas ni siquiera se hablaba su idioma? Un caballero o un noble tenían más libertad de elección, pero eventualmente trabajarían para alguien o morirían de hambre literalmente, o asediados por sus enemigos.
La burguesía cambió las cosas, ya que advirtió las injusticias de este tipo de sociedad, y adquirió el poder necesario para organizar revueltas populares, atrapando a las masas con su retórica y sus promesas de progreso social. Es decir, puso en el candelero las necesidades, la historia y la cultura del colectivo social. Estas serían las bases de los actuales Estados Nacionales. En este marco surgirían Hobbes y su teoría del Contrato Social, y el movimiento nacionalista más importante del período sería la Revolución Francesa, que destronaría al Estado feudal por el Estado Nacional. Napoleón y su ejército llevarían esta idea por toda Europa y demostrarían la potencia de la idea, y las sucesivas revoluciones americanas serían sus hijas.
Si bien muchos dentro de la burguesía creyeron en los Estados Nacionales, rápidamente tratarían de apropiárselos y volverlos funcionales a sus intereses particulares, haciéndolos entrar en crisis en numerosas ocasiones. Traiciones como el fusilamiento de Dorrego o la defensa de Sarmiento del bloqueo anglo-francés frente a la incipiente integración del antiguo Virreinato en una nueva República serían testigos de cómo una clase acomodada intentó excluir al elemento nacional del Estado, vinculándose a una idea abstracta con poco asidero. Con esta debilidad congénita se parirían los Estados sudamericanos: una élite intentaba, como en la Edad Media, volver privados a los Estados Nacionales. Lo público, para esta gente, tenía “olor a grasa” y era “color negro”. Con esas ideas en mente generaron la falsa dicotomía entre civilización y barbarie, como pretexto para poner un freno al poder popular, y organizaron revueltas y dictaduras funcionales a sus intereses. Así, para la famosa “oligarquía”, el Estado debía ser funcional a sus intereses… o nulo. ¿La excusa? El autoritarismo de las figuras de poder popular.
Pero el Estado nacional, como forma de organización política de masas, sobrevivió pese a todo, porque funcionaba como una herramienta histórica para necesidades preexistentes: es, en términos ideales, una organización política de carácter transversal de estatus legal. Sería la única forma de organización efectiva de una sociedad en su conjunto más allá de los intereses sectoriales (como sería un partido, un sindicato o un gremio). Eso sí: en un Estado democrático, cada sector tendrá su representación a partir de estos elementos.
Sin embargo, en algún punto del desarrollo capitalista, las clases altas comenzaron a generar sus propios Estados dentro del Estado: las empresas y corporaciones. En términos estrictos, los “dueños” de las empresas, figuras que en su momento eran públicas pero que en la actualidad suelen esconderse bajo el genérico nombre de “accionistas” o “inversores”, se aseguraron de tener poder político y financiero. Desde un punto de vista técnico, las empresas y las corporaciones no dejan de ser Estados: se trata de organizaciones sociales de carácter político (reglas internas y jerarquías) y económico (especialmente las grandes empresas, cuya función es expandirse y absorber empresas menores), con territorios propios (sus sedes y terrenos privados), culturas (“valores” de una empresa, propagandísticamente reproducidos en el entorno social) y población en distintos grados de lealtad en sus frentes. Incluso tienen sus propios aparatos de seguridad (cuando no están tercerizados).
Pero son Estados totalitarios: desafiarlos desde adentro implica lo mismo que salir del servicio en la Edad Media, el peligro es morirse de hambre. Desobediencia implica eliminación por descarte, uno es “exiliado” de la empresa. Esto se revela particularmente nocivo en empresas que acaparan monopólicamente grandes sectores de la producción en un territorio determinado, por ejemplo en comunicaciones. Un “periodista independiente” no tiene absolutamente nada que hacer dentro de una empresa como el Grupo Clarín, y cualquiera que no reproduzca su ideología y su discurso será expulsado e infamado públicamente, y sus posibilidades laborales y, por lo tanto, de supervivencia, serán coartadas. Al menos en la Edad Media se ofrecía protección, y el tributo era menor que la plusvalía actual (representaba aproximadamente el 10% de la producción de un campesino).
Los Estados Privados requieren lealtad absoluta, pero a cambio de nada. Sólo deben rendir cuentas a sus “mesas chicas”: los accionistas anónimos. Los CEO, sus empleados, son las figuras públicas, los “dirigentes” (entendidos como la persona histórica que encarna los intereses del colectivo) de las corporaciones. Cuando ya no sirven, se los expulsa, o se los degrada a una posición aún más subordinada, oscura. Y no nos engañemos: son verticalistas y feudales, sus posiciones son hereditarias. Son sólo personas de excepción las que pueden aspirar a ocupar un lugar en las mesas chicas viniendo desde abajo, y no necesariamente por ser los mejores, sino por aprovechar el momento justo en el lugar justo. No hay nada, absolutamente nada democrático en un Estado Privado.
Y en algún punto, estos Estados privados comenzaron a competir con los Estados públicos por las mismas razones que cualquier Estado compite: territorio, poder (traducido en dinero) y soberanía. Si el Estado Público crece, los Estados Privados pierden poder y soberanía, deben subsumirse a una legislación que no les conviene (en términos absolutos, en términos relativos sí puede convenirles, sobre todo cuando ellos tienen las riendas) y respetar los marcos legales correspondientes. Es decir, pasan a una posición subordinada frente a él. Cuando los Estados privados logran colar a un empleado suyo en los Estados Públicos, le hacen notar rápidamente que la suya es una “posición menor” (como dijo Magnetto de la Presidencia de la Nación). No es difícil tampoco entender, bajo esta óptica, por qué defienden tan férreamente la propiedad privada (“nadie puede decirme qué hago yo con mis empresas -heredadas-“): es el principio de soberanía. Si un Estado nacional tiene poder suficiente como para disponer de una propiedad cuando la necesita, tiene derecho a meterse en las “fronteras” de un Estado privado y poner en peligro su autodeterminación. El problema es que la inversa también es cierta: si permitimos que los Estados privados entren y gestionen los espacios públicos, éstos pierden soberanía.
Otro elemento a tener en cuenta es que a las corporaciones no les conviene que un Estado público sea productor. No existe un argumento real por el cual una empresa estatal sea concesionada al sector privado: rara vez las primeras invierten nada en las segundas, sólo gestionan sus ganancias. La inversión siempre corre a manos del Estado nacional (un ejemplo concreto de esto serían YPF y Aerolíneas en los ‘90: toda la inversión fue un esfuerzo público, pero las ganancias y el derecho de explotación fueron al sector privado). Y la gestión de las empresas no es “más eficiente” en manos privadas: todo lo contrario. A las empresas privadas lo único que les importa es mantenerse lo suficientemente competitivas como para que su dominio no peligre, pero no es la eficiencia de producción lo que las guía, sino la eficiencia de la ganancia. En este sentido, si pueden ganar lo mismo produciendo menos, lo harán, generando desabastecimiento y controlando la oferta (y por lo tanto los precios).
En este sentido, jamás de los jamases un presidente empresario manejará a la Argentina como si fuera una empresa. Sería un contrasentido, porque pondría en peligro la lealtad hacia el Estado en que tiene la mayor lealtad: el suyo. Si realmente manejara un Estado como una empresa, la “Mesa chica”, es decir los accionistas, se convertirían en una “mesa grande”: el pueblo. Toda la plusvalía iría directamente a parar a manos del pueblo, incrementando su eficiencia de producción y la inversión en el Estado público, y reduciendo el margen de ganancias de las empresas, y eventualmente adquiriéndolas.
Y eso sería el comunismo.

jueves, 7 de enero de 2016

División Argentina

Señores, para el primer post de la nueva columna política voy a hacer algo que debí hacer hace ya un buen tiempo.

Uno de los principales "argumentos" que esgrimen muchos de los anti-k (curiosa denominación, por otro lado) es decir que los Kirchner generaron la división social. Más allá de que no es un argumento, sino una sentencia repetida tantas veces que mucha gente la da por cierta, porque jamás se dio un motivo específico o una medida específica de gobierno que "generara" la división social (pongámosle, como si de repente Argentina aboliera la propiedad privada), en realidad decir que Cristina generó la división social en Argentina es como decir que Estados Unidos inventó la guerra.

No, bajo ningún punto de vista. Sólo basta leer historia argentina un poco para darse cuenta que la división social es una característica recurrente en la Argentina desde su misma aparición en escena.

La división social en Argentina existe desde la Primera Junta, y pasó por todos los regímenes políticos, tanto de izquierda como de derecha, y con todos los grados de intensidad posibles. Baste recordar ahora la lucha violenta entre unitarios y federales, que dividió literalmente al país durante 50 años en el XIX, o entre conservadores y radicales a fines del XIX, o entre inmigrantes y "nativos" a principios del S. XX, o entre militares y demócratas desde el 30 en adelante, peronistas y radicales desde el '47, milicos y rebeldes desde el '55 hasta el '89 (con los carapintadas), menemistas y antimenemistas en los '90, neoliberales y antiliberales a partir del 2001, etcétera.

Por otro lado, asegurar que la "división", así como se la llama, la generó el gobierno en sí es como echarle la culpa de una violación a la víctima: a ningún gobierno le conviene una sociedad polarizada, porque eso te pone una fecha de vencimiento. Esto se ha dicho incontables veces, pero cualquier política que roce al establishment genera una reacción violenta por parte de los grupos de poder, que, usualmente peleados entre sí, se vinculan para atacar con virulencia a cualquier gobierno moderadamente popular. Baste mirar cualquier tapa de Clarín o La Nación para notar lo que pasa.

Lo que pasó en los últimos años es que se evidenció el conflicto social preexistente en la Argentina, porque, como con el peronismo clásico, mucha gente apoyó a un gobierno que consideró como propio, y no un mero avatar de los poderes coloniales. Si el gobierno fue realmente honesto, productivo, etcétera, eso ya se deja a criterio de cada uno, pero es innegable que el gobierno anterior se ganó la lealtad de una gran parte de la población, y eso generó ondas profundas en el estanque, ondas visibles desde la superficie mediática.

¿Podríamos decir que el gobierno anterior vivió durante una época en que se evidenciaba una clara división social? Sí, sin duda. ¿El gobierno anterior hizo ALGO para paliar esta división? No me consta. Pero tampoco me consta lo opuesto.

Cualquier medida que se tome, y que sea mínimamente relevante para el destino de un país va a generar rechazo de parte de muchos sectores sociales, ya sea esta medida progresista o conservadora. Afortunadamente podíamos, en el gobierno anterior, expresar nuestro rechazo de mil formas diferentes, y podíamos contar con medios que adoptaran cualquier postura, SIN MIEDO A REPRESALIAS por parte del gobierno. Aún con sus deudas pendientes (caso Mariano Ferreyra, que no fue baleado por la policía dicho sea de paso, si no por el gremio ferroviario).

Este gobierno YA tomó medidas en contra de los que hablan mal de ellos. Despidos masivos, cierre de programas de alto raiting, hackeo de la página web de Página 12 (está bien, podemos decir que no fue una medida de gobierno explícita, pero fue un ataque organizado a un medio opositor) y baleo a manifestantes (que SE HABÍAN MANIFESTADO TAMBIÉN CONTRA EL GOBIERNO ANTERIOR, pero sin balas).

Combatir la "división social" (gente, todas las sociedades son conflictivas) es complejísimo. Una de las formas de amortiguarla, por derecha, es aniquilarla por las armas, silenciarla mediáticamente, demonizarla. Fue lo que hicieron las sucesivas dictaduras militares. O algunos regímenes comunistas, llegado el caso. Una forma, digamos por izquierda, de combatir la división social es no hacer nada. Pero nada de nada, nada que pueda resultar mínimamente conflictivo: y esto es un quilombo, nadie puede moverse sin que a alguien le moleste. La otra es moderar, ser extremadamente diplomáticos, cosa también sumamente difícil. El gobierno anterior no hizo ninguna de las tres. Pero, sin duda, hizo muchas cosas, tomó muchísimas medidas, controvertidas, si se quiere, pero que en la mayoría de los casos funcionaron..

Este... parece que quiere acallar la disidencia a balazos y censura. Por suerte, existe internet.