miércoles, 27 de junio de 2007

Reflexiones II



Un simple comentario puede destrabar una catarata, un verdadero aluvión de ideas conectadas, debido a su completa negatividad. Hace poco me encotré con uno de esos comentarios-llave.


"Ehablando, ahí con las chicas, ¿viste?, quería saber qué opinás sobre esas personas, que hacen dos rayas sobre un papel y lo llevan a un museo, y todo el mundo les dice que son unos genios, cuando yo puedo hacer algo mejor. Eso no es arte." Mi querido compañero de trabajo utilizaba este popular preconcepto sobre los artistas y el mundo intelectual en general para descalificar a un mundo que le es completa y absolutamente ajeno y desconocido, por la fuerza misma de su propia ignorancia y banalidad. Es decir en realidad, para él, que todos aquellos que se esfuerzan, estudian, investigan, producen, escriben, y buscan verdaderos fundamentos y una argumentación válida y coherente, pierden el tiempo. En realidad, poco le importaba saber qué es verdaderamente el arte, y aún menos le importaba mi verdadera opinión. Lo único que quería era justificar su absurdo y aburridísimo trabajo, refugiándose en uno de los prejuicios más viejos acerca de las vanguardias.


Aceptémoslo. Todos nosotros llevamos un a pequeño burgués en nuestro interior; un pequeño, cobarde, conformista, mezquino, dogmático y vulgar hombrecito dentro que nos dice autoritariamente cómo debemos vivir. Este hombrecito no acepta cuestionamiento alguno, seguro como se siente en su propia sensatez mortuoria. No acepta vacilaciones en el dogma, y cualquier falla en su sistema puede o bien ser brutalmente ignorada, o criticada desde todo prejuicio absurdo que se le ocurra.


Aunque yo poseyera en un libro la Verdad Absoluta sobre el Arte, la Vida y demases, esta gente lo ignoraría olímpicamente, prefiriendo aún refugiarse en su viejo prejuicio frente a cualquier cosa que se salga de sus esquemas. Este muchacho que me hizo el comentario es, básicamente, un buen tipo. Tiene buenas intenciones, no intenta hacer mal a nadie. Pero lo hace, aún sin desearlo. Refugiado en su prejuicio, invalida y desestima cualquier posición que no sea la suya, no importa lo trabajosa y ardua de la cuestión, él (y todos los que son como él) desestima y cree tener la verdad absoluta sobre el arte, aún cuando nunca haya ido a una exposición, hablado con un artista, o visto a un crítico alabar a nadie por nada. Él sabe lo que es el arte. Por supuesto, se cuida bien de difundirlo.


En realidad, el verdadero peligro, es que con el pasar del tiempo, nos vamos convirtiendo en él.

Esteban Ruquet

miércoles, 13 de junio de 2007

Rituales

El campo de batalla, por momentos, se ve límpido y espejado hacia el sol. Un camino, el camino entre los distintos pueblos cercanos, se había vuelto, más que nada por el Tedio Soberano de los reyes aqueos, un lugar sacralizado para el ritual.
Luego, negras nubes cubrían el firmamento, producto de las barricadas de las fuerzas antagónicas, que, de salirse de control un engranaje gubernamental, saquearían y conquistarían las calles.
De un lado, el silencio más impresionante. Disciplina estricta, formación cerrada. Los cascos y los escudos relucían al sol, realzando más aún los oscuros uniformes de los hombretones inmensos y poderosos. Las armaduras negras brillaban de limpias, y tras las primeras líneas, los hombres más delgados portaban armas más largas. Ellos permanecían firmes, esperando una señal para atacar.
Del otro lado, la exhuberancia. Hombres indisciplinados, portando miles de banderas diferentes que representan sus cientos de miles de aldeas y facciones, unidas para resistir contra los inhumanos ejércitos de hombres autómatas, permanecen armados con simples garrotes y piedras, cubiertas sus cabezas con pañuelos o máscaras de tela, gritando enfebrecidos pullas a sus contrincantes, protegidos tras las barricadas de fuego y humo, entonando feroces canciones guerreras, de honor y virilidad.
El Sol quemaba en lo alto, calentando el suelo de piedra y brea. Todo estaba dispuesto. La batalla comenzaría.
Los caballos del primer lado hacen el primer avance: cargan con toda su terrible majestuosidad, descargando sus armas humeantes, repartiendo golpes a diestra y siniestra, mientras se abate sobre ellos una granizada de piedras enormes y furiosas. Dos hombres con sus rostros cubiertos para protegerlos del humo, como una imagen de los antiguos guerreros sarracenos, avanzan, portando una bolsa enorme llena de pequeñas esferas que se desparraman a lo largo de toda la calzada, haciendo resbalar a los caballos y tirando a los eximios jinetes sobre las murallas de fuego sabiamente dispuestas.
El humo marea a los caballos, y a los disciplinados hombres que no llevaban protección. La Infantería procura avanzar; se alzan los escudos en formación cerrada, para resistir la lluvia de piedras que no deja de caer sobre ellos. La retaguardia no deja de descargar sus armas humeantes sobre su enemigo acérrimo. Sus líderes gritan órdenes con voz firme y autoritaria, órdenes que se cumplen con decisión y sin vacilación o dilación alguna.
Del otro lado, los tambores y la música de guerra resuenan, atronadoras. Algunos bailarines, espléndidos, vestidos coloridamente para la ocasión, se encargan de elevar los ánimos y la moral frente al ejército represor de individualidades, de libertad, de esperanza. Los bailarines revolean sus piernas rítmicamente, mientras los soldados enemigos avanzan, mientras las tropas de la libertad se pasan sus brebajes mágicos, místicos, que elevan su moral aunque entorpezcan un poco el movimiento.
La infantería de los Soldados del Orden al fin llega a las barricadas, y aunque los piedrazos y las descargas continúan, la lucha se vuelve mucho más violenta al desarrollarse la refriega. Las armas se entrechocan, las muchedumbres apenas tienen la fuerza suficiente para resistir, merced a su coraje y su número, a los poderosos golpes de sus contrincantes, que derrumban barricadas y aplastan cualquier resistencia. La fuerza desplegada, muy inferior a los desarrapados y sucios contrincantes en cuanto a número, es mucho más efectiva, sus armas mucho más útiles, sus escudos firmes en la defensa de sus ideales, sus yelmos protectores brillan al abrasador sol del mediodía.
Un hombre, magnífico, sublime, se eleva de entre las apaleadas y aplastadas Hordas de la Libertad. Su torso desnudo, casi desprovisto de vello y brillante como la piel de un gladiador, es poderoso y bello. El hombre grita, con toda la gran fuerza de su voz, y salta de su montículo de escombros hacia la refriega, aplastando soldados y escudos, rompiendo las formaciones al meterse entre medio de las tropas del Orden, atizando a cuanto sujeto se le cruce. Sus allegados más poderosos se introducen por los huecos de la formación, quebrándola. Algunos caballos aún quedan en pie, aplastando con sus cascos a sus enemigos, y el magnífico y salvaje guerrero se dirige hacia ellos, abriendo una brecha considerable en la Infantería, por donde se introducen sus compañeros de batallas.
Su grito salvaje resuena. La liza está en su apogeo, pues nadie sabe quién ganará. El caos se alza a través de todo el campo de batalla, confundiendo todo. El salvaje guerrero avanza con su séquito, triunfante, inmenso, heroico, esquivando proyectiles y soportando golpes. Un neófito soldado del Orden se asusta, al ver a tan magnífico hombre avanzar directo hacia él, a tan temible contrincante, y saca un arma prohibida de su cinturón. Un temblor sacude el cielo, el estampido del arma descargada silencia el Caos infernal de la batalla. El guerrero cae, sosteniendo su pecho con ambas manos, el pecho del cual mana borboteante la negra sangre, espesa y cálida. Antes de alcanzar el suelo ya ha muerto, sin poder creerlo. El furor se hace presa de dos hombres que lo acompañaban, que sacan sus cuchillas y siegan la vida del soldado de un simple tajo, pero luego son detenidos por sus propios compañeros.
El ritual se ha roto.
La batalla se ha terminado, y las lamentaciones y los aullidos de horror no se hacen esperar. Los soldados del Orden también se detienen y retroceden, espantados. La situación se ha salido de control.

Al otro día, en los diarios aparece en todos los titulares:
“Trágico conflicto entre la policía y distintos grupos piqueteros, trae como consecuencia dos víctimas fatales y gran cantidad de heridos.




Stephanos kai...

viernes, 8 de junio de 2007

“Chopp” Incháustegui: ¿Astro de la contracultura o un verdadero pelotudo?


Brian Ramón Incháustegui, más conocido como “Chopp” Incháustegui y creador del innovador e inconcluso estilo musical llamado cumbia sinfónica, nació en Fuerte Apache, provincia de Buenos Aires, Argentina, el primero de marzo de 1980, en el marco de una familia humilde signada por el amor al faso, a la joda, y a la bailanta; amor que alimentaría las ambiciones del joven músico.
El padre era un reconocido bailantero y pésimo músico, que no obstante amasó una pequeña fortuna que dilapidó rápidamente en sus amores principales. El niño, cuarto de ocho hermanos, desde allí quedó apegado a ese movimiento bailanteril y marginal. A los nueve años entró al colegio primario, y allí recibió sus primeras clases de música, basadas en el concertismo clásico y las sinfonías bachianas. Contra todo pronóstico, desarrolló una pasión voraz por este tipo de música, pasión que hubo de disimular en su hogar para que no lo reputaran de puto o de cheto.
En el colegio, debido a su talento innato y su facilidad para aprender a tocar cualquier instrumento, le concedieron una beca con el profesor particular de piano Alberto Cazinski en Capital Federal. El chico escapaba de los trenes a donde lo llevaba su padre a repartir tarjetas y calendarios, y se iba hasta el pequeño despacho del músico. A los once años ya era un interpretante virtuoso, aunque carecía de medios para componer y practicar. Su maestro particular lo deriva hacia el Conservatorio de música de Buenos Aires, donde también daba clases. En el décimo tercer cumpleaños del pequeño Brian Ramón, el padre, completamente beodo y al son de una cumbia, sale con una botella a apuñalar a un vecino que le desagradaba, con la mala suerte de que el hombre estaba armado con una pistola, y pierde la vida, dejando a los ocho chicos huérfanos (la madre estaba en prisión desde hacía ocho años).
El pequeño Brian Ramón es tomado por un hogar para niños desamparados, donde puede ejercer su arte con toda libertad, aunque en su corazón, el violento y marginal mundo villero sigue corriendo por sus venas. Cuando a los dieciocho años sale del instituto, se dirige a una villa para vivir, negándose obstinadamente a trabajar de panadero o cualquier cosa similar. Los cantantes de cumbia villera descollaban por entonces, y se llenaban de dinero en muy poco tiempo. Brian (ya apodado Chopp por los niños del conservatorio, por su afición a la cerveza) decide hacerse cantante de cumbia. Allí descubre que el éxito se debe en partea la marginalidad de sus temas tratados y a unos ritmos pegadizos fácilmente bailables. Es entonces cuando conoce al gran guitarrista Nelson Gómez, también cantante de cumbia villera, y compositor de obras tales como “Las palmas de todos lo’ negros arriba y arriba”, “Nena se te ve una teta” y “Te comés la fiestita: tu anillo de cuero (somos veinte)” y le propone hacer un grupo. Sólo faltaba para la formación de la emblemática banda el virtuoso del wiro: Jonathan Ramírez. Hacen una pequeña gira, ganando un éxito inmediato en el circuito bailantero, como el dúo “Lo’ negro’ k’b’sa”. Tocan cuatro recitales en un fin de semana: en Escándalo Bailable y Luna Morena de la ciudad de La Plata, y en el Sak’moco Bailable de Morón. En La Plata conocen a Jonathan Ramírez quien se les uniría después de que tomaran un par de tragos con él.
Sin embargo, el piano romántico seguía siendo la afición principal de Chopp Incháustegui, que cada vez extrañaba más la música clásica. El éxito inmediato, y una cierta capacidad mental para reservar dinero de sus recitales para comprar otra cosa que no fuera alcohol, faso y travesaños. En una gira impresionante recorriendo el Conurbano en una noche sin consumir ni una gota de alcohol, Chopp recauda suficiente dinero como para comprarse un piano Young Chang en Mercado Libre y un pequeño departamento en el barrio porteño de Caseros. Allí se dedica a experimentar con la mezcla de los dos sonidos, inspirado por el rock sinfónico que había llegado a oír una vez. Compra equipos musicales de última tecnología, gran cantidad de discos, dos computadoras, un sintetizador y muchos etcéteras más, y se interna un mes en su departamento, dedicado a componer. Para sorpresa del mundo, logra crear una cumbia de espectacular tecnicismo, combinando el ritmo básico de la cumbia más cuadrada en conjunto con compases y melodías de la música clásica. Su banda, que se renombró “K’b’za de sinfonía”, lo apoyó hasta el final: Nelson, amante del Rock, dijo: “es el pasado y el futuro fusionados hoy”; Jonathan Ramírez dijo: “La cumbia sinfónica le da altura a nuestra música”; “Son todos unos putos del orto, pero dan buena guita” dijo su representante.
Chopp compuso temas tales como “La sonata nocturna del trava, opus 2” y “Yo escucho cumbia y a Chopin”, temas que los harían saltar a la fama. Sacaron, sin embargo sólo dos discos. El primero, éxito inmediato de ventas, decepcionó rápidamente a el público masivo por su virtuosismo, y en su segundo disco, “Vamo lo Pibe Clásico” no logró llegar al público ilustrado, que lo consideró cosa de negros.
Chopp Incháustegui vive hoy en una granjita de rehabilitación en La Matanza, por su adicción al vino Crespi tinto con Chardonnays, producto de su fracaso musical.

jueves, 7 de junio de 2007

Fragmentos 1



Giorgo Donato nació en Milán el 15 de marzo de 1884, primogénito de una familia pequeño burguesa. Desde muy joven tuvo altísimas aspiraciones artísticas, primero en la escultura, y más adelante en la pintura. En el colegio se la pasaba modelando figuras de barro, y hacía toscos muñecos de madera para sus amigos con una navaja que se encontró en el tacho de un carpintero, y se hizo medianamente exitoso por ello.
Era bastante noble de espíritu, le gustaba mucho leer y ver cuadros, era generoso de bolsillo y favores, capaz de entregarse por una causa noble… si es que la encontraba. Le interesaba mucho la historia de su país, y no le costó demasiado prever que estaba encaminado al desastre. Reconoció algo de las glorias artísticas del renacimiento y otras yerbas, pero sus conocimientos eran más producto de una investigación caótica y personal que de una instrucción formal, por lo cual construyó sus conocimientos en forma endeble y fragmentaria, sobre la única base de su narcisista y estúpida personalidad.
Nunca anduvo bien de amores, y, aunque fue educado en la religión católica, tempranamente perdió la fe. Intentó llegar a algo con su trabajo en pintura cuando se inscribió en la Academia en el 1903, que no carecía de gracia, aunque ciertamente no era extraordinario, y en el Colegio de Bellas Artes tenía varios compañeros que lo aventajaban, pero tempranamente su madre le consiguió un trabajo vil limpiando los palacios gubernamentales. Allí conoció todas las matufias de los dignatarios de provincia y se asqueó.
Después de un trauma severo en el 1904, su personalidad cambió mucho. Se volvió aún más egoísta y hedonista que antes, e intentó sin éxito mudarse a Venecia, cuna del decadentismo italiano. Quiso ser un dandy, pero no tenía dinero suficiente, ni contactos necesarios para llegar alto: a pesar de su afabilidad y cordialidad habitual, todos entreveían un dejo de desprecio y desdén de su parte. Las ambiciones en un punto lo devoraron, y en un pináculo de su egolatría, pintó doce cuadros (¿o eran trece?), y los llevó a una galería para exponerlos en 1906, pero fue rechazado. Allí comprendió que su vida estaba hecha de retazos, y que jamás en su vida podría llegar a las altas cumbres, ni aspirar a oros y terciopelos, y que debería conformarse con un humilde caserón al lado de una fábrica en Milán.
No soportó la presión, y de un balazo en el pecho intentó unir los fragmentos dispersos de su vida trunca. Pero se murió y poco tiempo más tarde ya nadie se acordaba de él.
Esteban Ruquet

miércoles, 6 de junio de 2007

Visiones


Todos sabemos que los tacheros son unos estúpidos. No nos hacen falta las demostraciones, así que el irónico “ah, no me había dado cuenta de que son diez pesos nomás” después de que él, al pedirme si no tenía un billete más chico (la tarifa era de tres con ochenta, y lo que le molestaba era desprenderse de las monedas, o sea que si le hubiera dado un billete de cinco no le hubiera servido de mucho) yo le respondiera “pero si son diez pesos, nomás”.
Mi falta de reacción (que no se justificaba simplemente porque estuviera borracho, puesto que sobrio habría hecho lo mismo) muestra mi profundo egoísmo: debería haberlo liquidado allí mismo, sin dilación, y le hubiera ahorrado un trámite a la humanidad. Pero claro, entre la cárcel y la inoperancia futura del taxista en mi vida, aún siguiendo éste vivo, prefería la inoperancia. Soy incapaz de hacer un sacrificio.

Venía de una fiesta. Supongo que para sus organizadores era un éxito, pero yo me esperaba otra cosa. Me había vestido acorde a la situación imaginada: camisa de transparencias árabes, pantalón vaquero celeste claro, y una polera-pulóver blanca completaban junto a mi discreto cinturón de guarda pampa celeste, blanca y marrón y mis zapatos marrones. Aquellos alimentos estaban preparados para lo que yo creía sería una fiesta culta, cosmopolita, divertida en su eterna variedad y contrastes, y sobre todo en la cual esperaba encontrarme con varias personas, entre ellas la Persona Amada, cuyo rostro se me aparecía sonriente y azulado por el fulgor de sus ojos.
Fue una amarga decepción. Apenas me encontré con la interesante ex novia de un amigo, con la cual obviamente me costaba un poco intentar algo, y con mis ex vecinos, a los cuales realmente detestaba. Mi única conquista amorosa resultó ser una mina a la cual no le faltaría gracia si no tuviera diez kilos de más y el cráneo tan macizo que, sin llegar a ser el de un hombre travestido, resultaba sospechoso y perturbador. Decidí, a pesar de mi estado levemente etílico, no trasuntar más que levemente por aquél camino irremediablemente perdido, desde su misma elección. Por otro lado, la música era un asco: cumbiancha vieja y apolillada y algún que otro deleznable interpretante de música “barrial”, absurdo, estúpido y apasionado.

Llegaría a mi casa, como siempre, temiendo que algunos osados ladrones hubieran roto los delgados vidrios que protegían su intimidad y se hubieran llevado todo, o que incluso aún permanecieran allí y me atacaran, pero la realidad es siempre más decepcionante, y lo único que me encontré fue a mi perra, que me saludaba con un entusiasmo febrilmente canino y dañino.
No es que no la quiera, simplemente creo un error haberla adoptado, puesto que esto crea un vínculo permanente entre mis aposentos y yo, al deber yo volver siempre a mi casa con el único fin de alimentarla y pasearla. Además sus garras son afiladas y tiene la tendencia a lastimar dolorosamente a sus objetos de cariño en su atropellado frenesí de ternura.

Finalmente llego aquí, frente a la computadora. Me creo un escritor, pero verdaderamente eso no significa nada. Es, como mi existencia toda, una banalidad estúpida y superflua pero que causa un intenso placer.
Caliento una buena cantidad de agua y me dispongo a consumir, en mi taza nueva, una cierta delicadeza de consumo de la cual me siento muy orgulloso: un té Earl Gray, el cual suplantaba momentáneamente al Lapsang Souchong. Empiezo a escribir palabras sin sentido alguno: visiones, remembranzas, pensamientos, reflexiones, recuerdos reales e imaginarios. Lo único que queda es estetizar la vida. Luego no hay nada, pero hay que ser cuidadoso, pues por hacer una historia interesante dejamos entrar cosas que en realidad no deberían existir. Y eso mismo le quitaría el valor elitista y trascendental a los hechos humanos.


Stephanos kai...


martes, 5 de junio de 2007

Reflexiones I


Es casi un hecho que los hombres somos notoriamente más sensibles que las mujeres. Rara vez las mujeres piensen en una persona más allá de cierta cantidad de tiempo, (uno, dos, o acaso tres meses), y es cierto que la mayor parte de las relaciones de pareja son terminadas por las mujeres, aunque, por supuesto, se dé el caso contrario. Los hombres, en nuestra sensibilidad, aprendemos a convivir con el dolor del rechazo y la humillación, que no por eso dejan de ser movilizadores y poderosos.
El efecto más obvio es que, si bien rara vez una mujer cambie su personalidad y perspectivas de la vida tras una experiencia traumática con un hombre, los hombres, que nunca olvidamos, y damos mil y mil vueltas al asunto, adoptamos ciertas características propias, únicas y absolutamente impredecibles en torno a grandes aspectos de nuestra vida en general.
Los recuerdos se alojan, pues, en nuestro cerebro para no irse jamás. La nostalgia y la melancolía aparecen sin que podamos hacer nada para evitarlo. Los grandes golpes nos han marcado cicatrices que no podemos ocultar, ni curar, apenas si disimular. El cambio es inevitable, y no hay forma de regresar. El miedo se aloja en nuestro espíritu, y no nos suelta.
Inevitablemente crecemos, aunque de una manera que nunca habíamos previsto, de una manera que podría ser muy distinta de no ser por recuerdos puntuales: un par de ojos, una piel suave y sedosa, un cabello fragante, un abrazo en una noche de frío. Hoy en día nada de eso tenemos, y nada de eso queremos, pues tenemos miedo de que acabe como aquella vez, o aún peor: en la más brutal de las indiferencias cotidianas, el aburrimiento veraniego de las parejas de casados incapaces de mirarse a los ojos.


Stephanos kai...

Alfil



Alfil

Alto y más feo que la concha de su madre, caminaba solo por las diagonales comiendo estupideces. La imagen misma de la inutilidad y la estupidez humanas, iba a su casa a la prosaica hora de las tres de la tarde. Atrapado en la estúpida melancolía en la prosaica hora de las amas de casa.
Poseía el patético pavor adolescente a las mujeres, a causa de numerosos fallidos. Mediocre en todo arte. Mediocre en toda ciencia. Antes se creía inteligente. Quizás lo fuera. A las tres de la tarde, los lunes era infeliz. Era un ser horrendo, arrugado, con verrugas, barbudo, el poco pelo que tenía estaba largo, este Alfil.
Yo lo desprecio. Lo conozco, he hablado con él. No vale la pena. No tiene mucho que decir. Está solo en su mentira. Yo creo en la verdad. La verdad de todos. La verdad absoluta y pragmática que me da fe y esperanza.
-Reina a rey 4. Jaque.
Tiro un lápiz para ver que todo sea verdad, y cae hacia arriba. Una gran amiga me dijo que me da permiso para amarla, pero cuando la beso ella se va, y no vuelve. Y yo no puedo dejar de pensar en la otra amiga, aquella otra amiga que es el opuesto a esta que se acaba de ir, a esta que no puedo amar, a aquella que no me deja dormir. Que no me deja levantar. Que no me deja desear.
Le tengo miedo a las mujeres. Tengo un defecto genético que hace que mis hormonas produzcan un estado de alerta en el otro cuando estoy excitado, inhibiendo la producción de oxitocina. Esto me ha llevado a una gran cantidad de fallidos. Y mi escritura es mediocre. Necesito alzarme y no puedo. No puedo conformarme. He perdido mi confianza en mí. Soy un inútil.
Camino a las tres de la tarde (la hora prosaica de las amas de casa) por una diagonal hacia mi casa comiendo basura. Soy más feo que la concha de la lora.
-Jaque mate. Jitanjáfora. Es una bella palabra.


Stephanos kai ...