Algunas paginillas internesteantes
sábado, 26 de enero de 2008
miércoles, 23 de enero de 2008
Diario de Viajes: Patagonia 2
Fuimos primero a Punta Tombo, una pingüinera enorme, con bichos un poco agresivos sobre la costa atlántica. Pasamos un ratito por Gaiman a tomarnos un café para darnos fuerza y seguir el viaje. Estuvimos toda la noche arriba del auto, apenas durmiendo de a tramos y relevándose ellos para manejar.
Llegamos a El Bolsón. El primer día nos quedamos en un hostel un poco extraño, con gente que no estaba muy enterada de cómo eran los ídem. Dormimos casi todo el día, porque estábamos cansados de viajar, y después de una siesta de seis horas, con Rodrigo fuimos a recorrer el pueblo: no es tan hippie como pensaba, y todo cuesta bastante caro. Salimos a la noche, a un bar que a Fede le hubiera gustado, pues todo tenía relación con superhéroes (principalmente los tragos y el menú).
Al otro día, siempre con Stéfano y Paula, fuimos a la feria de los artesanos, y terminamos subiendo al cero Piltriquitrón, yendo al Bosque Tallado. Al otro día salimos del pueblo hasta Wharton, una localidad pequeñísima del Bolsón que posee un acceso a las montañas de la cordillera. Por ahí fuimos al Cajón del Azul, que es como un puente natural muy alto por encima del Río Azul. Llegamos agotados al refugio, y con más hambre que el chavo del ocho, tanto que nos quedamos sentados en un asiento tabla con una piel de cordero por dos horas y media, y yo me comí un kilo de asado con ensaladas varias, pan casero, chutney y chimichurri más abundante de lo que servían habitualmente, virtud a que el tipo me vio cara de muerto de hambre. También nos regalaron un paquete de arroz y sal, que comimos a la noche. Acampamos ahí, y conocimos a unas chicas de capital. La más interesante de ellas se llamaba Violeta.
Al otro día fuimos al cerro Hielo Azul, por el camino de subida (estábamos piruchos), pero antes
nos regalaron medio pan casero. También llegamos agotados al refugio del Hielo Azul, que no estaba tan bien, y mal comidos. Volvieron a regalarnos arroz y pan (aunque esta vez fueron nuestros compas de viaje), y dormimos ahí.
Al otro día habíamos planeado subir al glaciar Hielo Azul, el último de la patagonia yendo de sur a norte, pero estábamos agotados, por lo que Rodrigo y yo decidimos no hacerlo, ya que debíamos regresar. No fue en vano. Conocimos a un hippie con un mambo budista tibetano muy copado, que tenía unos instrumentos muy interesantes, cuya descripción más acertada sería una especie de olla de siete metales diferentes que al pasarle un trozo de madera alrededor sonaba muy extraño, y unas tingchas, que son esas campanitas planas con dibujos de dragón.
Tuvimos una sesión de meditación y masaje shiatsu, y emprendimos la retirada estratégica de la montaña.
Sin embargo, el viaje de vuelta fue más difícil de lo esperado. Ese día no habíamos comido, y el camino era una bajada muy empinada que se bajaba corriendo. Me subió mucho la temperatura y me empezó a bajar la presión. La gente del grupo con el que bajaba era más rápida, pues no estoy en tan buen estado físico como creía y además continuamente se me desabrochaba la bolsa de dormir, y para alcanzarlos tenía que correr más rápido y en tramos que no precisaban hacerlo. Casi no descansé ni tomé agua, así que cuando llegué a la orilla del Azul comencé a cargar la cantimplora, y cundo bebí me desvanecí. Por poco no caigo al río, un dejo de conciencia residual me hizo aferrarme a unas piedras, y salvarme. Un poco después, el camino se hacía más y más difícil, hasta que ví regresar a los otros, diciendo que nos habíamos perdido. Pudimos retomar el camino, pero yo sentía náuseas y la presión muy baja. Cruzamos el río, y pensábamos que ya terminaba el camino, pero al final no fue así. Encontramos a otra gente en el camino, y seguimos unos dos kilómetros más, hasta que ví que el camino no finalizaba y perdí los nervios (lo único que me mantenía estable, pues tenía la presión muy baja) y volví a desvanecerme, aunque ahora con gente alrededor. Rodrigo salió corriendo a rescatarme, y bajó al río por una pendiente a buscar agua para reanimarme.
Después de todo, llamamos un remís y volvimos al Bolsón, aunque llegamos como a las diez de la noche y no había alojamiento. Nos separamos de Paula y Stéfano. Fuimos a buscar refugio a la comisaría (nos echaron), y al hospital, donde todas las camas estaban ocupadas. Mugrientos, nos rescataron unos mapuches en el hospital, y nos llevaron a su chacra para acampar. Yo me sentía muy mal, y no comí nada. La chacra estaba alquilada por unos gitanos, y fue un demente pasado de rosca a prenderles fuego los autos, por lo que el hermano del chico que nos llevó hasta ahí nos dejó acampar en su casa. A la mañana (hoy), nos cebaron mates y nos convidaron pan con manteca y dulce. Pasamos a saludar a la señora y al chico que nos rescataron en el hospital, y nos tomamos un micro hasta la terminal de El Bolsón. Ahí, nos pusimos a hablar con una señora que nos regaló yogur, y emprendimos el viaje a Bariloche. Fuimos a hospedarnos a la pensión de Ofelia, pero como yo estaba muy sucio, la vieja se asustó y me dijo que estaba completo. Nuevamente, Rodrigo al rescate, convenció a Ofelia que nos alojara, y aquí estoy, después de una ducha, de comerme un tostado y tomarme un café con leche, actualizando el blog. Tenemos pasajes para el viernes, así que el sábado a la mañana estaremos allí.
Por ahora no hay fotos. Si las quieren ver, tendrán que entrar en un par de días, cuando estemos en La Plata.
sábado, 12 de enero de 2008
Diario de Viajes- Patagonia (Madryn)
viernes, 4 de enero de 2008
Acerca de mí
Una leve sospecha de autocrítica infundada.
Un inevitable sentimiento de impotencia y pequeñez ante la pequeña enormidad del espacio humano.
Un moderado esfuerzo por hacer de mi vida una creación artística.
Un fuerte sentimiento de resistencia a lo inevitable.
Una mediana sospecha acerca del progreso.
Una enorme cantidad de resentimiento y frustración.
Una moderada soledad de pensamiento.
Un deseo de comprensión en jerarquías móviles.
Un orgullo injustificado.
Un esfuerzo por mantener la coherencia.
Un mínimo esfuerzo por verdaderamente cambiar las cosas.
Un violento deseo sexual.
Un fuerte sentimiento de asco hacia ciertas expresiones.
Un incomprensible yo interno.
Una humorada con sabor negro, ácido y radiactivo.
Una pretensión de seguir vivo.
Una lucha contra la muerte en vida.
Una mediocridad apenas combatible.
Unos enemigos invisibles a quienes cuesta no tener piedad.
Una inseguridad premeditada.
Unos "enemigos" visibles a quienes cuesta tener piedad.
Un enorme sentido del ridículo.
Un largo monólogo sobre mi existencia.
Absurdo.
El Hombre de la Roca
Era un poco inútil: no era buen luchador, aunque se hubiese esforzado practicando. Tampoco era buen orfebre, artista ni sacerdote, como para sobresalir como lo más importante en estos rubros. Era inteligente, pero no tanto; sabía mucho, pero definitivamente no lo suficiente. Era bastante fuerte, pero realmente era un estúpido si creía que por esta causa iba a sobresalir. Había amado y perdido, pero se pueden nombrar quinientos casos más que habían pasado por semejante trance.
No.
Él quería que algo suyo fuera reconocido, durara por siempre, o al menos suficiente tiempo como para salir del montón. Para no hacer las cosas sólo porque los demás lo hacían, para repetir actos seguros. Así que un día se fue solo caminando desde el pueblo hasta la colina, a meditar. Salió temprano, tan temprano como podía siendo como era un flojo. Se levantó de la cama, se puso su mejor ropa, y se sentó en la cocina de su madre a desayunar. Ya desayunado (tenía que alimentarse bien, puesto que le esperaba una larguísima jornada), tomó el viejísimo camino hacia la colina más alta, antiguo lugar de sacrificio y culto a los dioses. A muchos dioses.
Allí llegado, se sentó en un saliente que parecía muy cómodo. Tal vez otrora fuera un banco tallado en la piedra fría, pero hoy en día solo era una superficie pulida por el viento. Allí sentado, se puso a reflexionar. El viento le golpeaba la cara, y tenía una maravillosa vista al frondoso bosque, al fantástico, vivo y verde bosque. Sonrió. Le gustaba el destino que había tomado.
Pasaron semanas. La gente lo veía, sonriente y despeinado por el viento, a veces pestañeando porque una mota de polvo se le había metido en un ojo y lo hacía lagrimear. No poca gente se preocupó, todos por motivos diferentes. La madre por la salud de su hijito “especial”, que nunca se conformaba con nada. Los amigos porque extrañaban algún rasgo particular de su persona. Ocasionalmente alguna antigua novia, porque le dolía su histeria al saber que el enamoradizo chico ya no la deseaba en lo más mínimo. Incluso el mismísimo alcalde del pueblo, por una razón extraña concerniente al turismo regional. Eventualmente fueron abandonándolo a su suerte, concluyendo en que había enloquecido, y algunos románticos y alegoristas mediocres contaban la historia del Joven que vivía en
Pero nadie comprendía su propósito.
Él no dormía. Él no comía. Él no cagaba o meaba. Él ni siquiera pensaba ya. Por supuesto, tampoco moría. Él simplemente estaba allí, mirando el lago, el bosque y el pueblo. Solo.
Su piel, su carne y aún sus huesos se fueron solidificando. No perdió un gramo de nada: ni engordó, ni enflaqueció hasta el paroxismo, como podría esperarse. Sólo… se endureció. Aunque su sonrisa nunca perdió calidez, ni sus pelos al viento se quebraron o volaron. Simplemente quedaron allí, tan delicados y largos como siempre, ondulando en un viento infinito, un viento petrificado, de ausencia de tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo…
El alcalde perdió las elecciones, y fue reemplazado. Una tarde de otoño, varios años después de que él tomara su crucial decisión, vio salir un cortejo fúnebre de la casa de su madre. Vio eventualmente morir a sus hermanos, tanto los mayores como los menores. Vio al pueblo crecer y distorsionarse en complejísimas urbanizaciones sucesivas. Pero él nunca dejó de contemplar el lago, el bosque, el antiguo pueblo ahora ciudad, ni de sonreír. Su pelo, del color de la roca granito, no se encaneció más que con la escarcha de las mañanas de invierno, derretida en los mediodías calurosos de primavera, quemada en los abrasantes veranos.
Un día, mucho, pero mucho tiempo después, cuando el alcalde ya no era ni siquiera el recuerdo del recuerdo de un recuerdo, una pequeña hoja de musgo perdió el milenario respeto que había tenido toda la vegetación para con él, y se animó a echar raíces en sus pies.
Luego, con los años, sus piernas estaban totalmente cubiertas de enredaderas, y sus finísimos cabellos se hallaban ya quebrados y hechos polvo en el suelo de otra tierra, arrastrados por el viento, el mismo viento que azotaba su rostro siempre, desde hacía tiempo, mucho tiempo, más tiempo del imaginable. El antiguo lago fue dragado en parte, y el frondoso bosque talado para hacer muebles y espacio para los muebles y los hacedores de muebles. La ciudad cambiaba y se ampliaba, o, en ocasiones, se empequeñecía.
Si uno de los modernos moradores de la ciudad intentara hablar con la roca, y la roca se molestase en escucharlo, no entendería una sola palabra.
La historia humana siguió su curso. Una mañana incluso, la roca recibió un tiro y perdió un dedo. Pero su sonrisa no disminuyó un ápice, y sus ojos no perdieron su brillo.
Hubieron enfrentamientos, la ciudad y el bosque ardieron, y el lago se secó, dejando un agujero bien visible en el suelo. Y otros moradores descubrieron las ruinas de la antigua y populosa ciudad, cientos de años después de haber sido destruida por el fuego. Y vieron la estatua de piedra, fija allí donde había estado tanto tiempo… siempre. Y la adoraron, pero no osaron invadir su santidad. Y a veces se acercaban y le hacían ofrendas.
La estatua estaba vieja. Había perdido todo rastro del brazo izquierdo, excepto una mano apoyada en una rodilla, y los pies estaban enterrados bajo una gruesa capa de tierra negra. Pero la sonrisa permanecía inmutable, y los ojos seguían contemplando la colina, las ruinas y el labrado y fértil campo que alguna vez había sido un lago hermoso y cristalino.
Y la estatua envejeció aún más. Fue perdiendo rasgos: la nariz aplastada por el viento incesante y sobrenatural, el pecho arqueado, las rodillas y las enredaderas que las habían cubierto estaban enterradas hacía eones, cuando la gente que lo había adorado pereció de hambre durante una cruda sequía. Y así se sucedieron los años, generación tras generación, pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, cultura tras cultura, hasta que la raza humana no fue más que el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo, y más tarde ni siquiera eso. Y la roca estaba irreconocible. Sólo quedaba una somera imagen de lo que alguna vez había sido un hombre, aunque todavía sonreía, y sus ojos todavía miraban el mar, la cañada, las montañas.
Y la tierra fue pasando sus épocas. Y la vida se fue apagando en el pequeño mundo azul. Que luego fue un pequeño mundo rojo. Pero la sonrisa y los ojos seguían allí.
Pero el viento, siempre viento y siempre firme, soplando continuamente, un día desprendió la pequeña roca enterrada. Y la roca enterrada supo que era el destino de todas las rocas. Y se volvió arena, polvo y sal.
Y cuando el sol explotó, llevándose por igual viento, arena y rocas, y cuando en el vacío ya no quedaban estrellas que iluminaran la eterna noche, ni mentes que pudieran contemplar el enorme vacío y silencio, la sonrisa y los ojos, como siempre, seguían estando allí. Aunque en realidad, al revés de la humanidad, el tiempo, y la existencia, no estaban, sino que eran. Porque no había viento que se pudiera llevar lo intangible al río del tiempo del que dependía.
Esteban Ruquet
Las rúbricas
Los exámenes literalmente enferman a los alumnos. Los porfesores exigen cierta cantidad de conocimientos absurdos y laterales como si fueran esenciales, y lo peor es que no le ponen onda. Agotamos nuestro tiempo universitario en lecturas inútiles, ególatras, discusiones estériles entre filósofos y teóricos franceses que no adolecían del puterío de oficinas, mientras se criticaban y usaban sus escritos para atacarse y ganar un mayor prestigio en un campo intelectual (con perdón por utilizar una de las categorías preferidas propia de estos ámbitos) prescindible.
Los verdaderos temas, las verdaderas interrogaciones que se hace uno terminan por morir en una tertulia entre amigos, sin llegar a nada.
Pocos profesores (que están en otra, verdaderamente) están dispuestos a compartir dudas, interrogaciones generales, preguntas metafísicas o fundamentales para nuestras carreras o vidas. Mi agradecimiento va hacia ellos. Los otros perdieron el rumbo, se volvieron tediosos y académicos, rigurosos formalistas sin fundamentos. Especialistas.
Los otros ámbitos de la vida que me mantuvieron un tanto enajenado fueron mi burocrático, serpentil, absurdo trabajo oficinesco -que nadie me lo niegue, que coser expedientes es para monos o máquinas, no para seres humanos-. Un trabajo corto, bien remunerado y frustrante. Llena de la peor gente posible: conformistas mediocres clase media, incoherentes opinólogos de la basura.
Además, aprendí que las mujeres son mujeres en todos lados. Aunque las francesas resulten por momentos más interesantes y simpáticas, tienden a ser tan frustrantes como cualquier otra. Calculo que debe ser consecuencia de una macrocultura judeo cristiana, machista o simplemente forra de la condición humana. No lo sé. No lo comprendo -a veces es mejor decir que no se comprende para desligarse de la necesidad de emitir juicios erróneos-.
Desconozco, no comprendo. Perdí un poco el tiempo, pero apuré las cosas. Quizás ahora la pase un poco mejor, puedo leer más, escuchar más, vivir más.
Veremos. Sería interesante revivir el blog. Sería interesante volver a escribir. Veremos.