viernes, 4 de enero de 2008

El Hombre de la Roca

El que un día fue un hombre más entre todos los hombres del poblado, una tarde de abril se volvió loco. Estaba ansioso de resaltar, de no ser sólo una brizna más de hierba en un campo infinito y aburrido.

Era un poco inútil: no era buen luchador, aunque se hubiese esforzado practicando. Tampoco era buen orfebre, artista ni sacerdote, como para sobresalir como lo más importante en estos rubros. Era inteligente, pero no tanto; sabía mucho, pero definitivamente no lo suficiente. Era bastante fuerte, pero realmente era un estúpido si creía que por esta causa iba a sobresalir. Había amado y perdido, pero se pueden nombrar quinientos casos más que habían pasado por semejante trance.

No.

Él quería que algo suyo fuera reconocido, durara por siempre, o al menos suficiente tiempo como para salir del montón. Para no hacer las cosas sólo porque los demás lo hacían, para repetir actos seguros. Así que un día se fue solo caminando desde el pueblo hasta la colina, a meditar. Salió temprano, tan temprano como podía siendo como era un flojo. Se levantó de la cama, se puso su mejor ropa, y se sentó en la cocina de su madre a desayunar. Ya desayunado (tenía que alimentarse bien, puesto que le esperaba una larguísima jornada), tomó el viejísimo camino hacia la colina más alta, antiguo lugar de sacrificio y culto a los dioses. A muchos dioses.

Allí llegado, se sentó en un saliente que parecía muy cómodo. Tal vez otrora fuera un banco tallado en la piedra fría, pero hoy en día solo era una superficie pulida por el viento. Allí sentado, se puso a reflexionar. El viento le golpeaba la cara, y tenía una maravillosa vista al frondoso bosque, al fantástico, vivo y verde bosque. Sonrió. Le gustaba el destino que había tomado.

Pasaron semanas. La gente lo veía, sonriente y despeinado por el viento, a veces pestañeando porque una mota de polvo se le había metido en un ojo y lo hacía lagrimear. No poca gente se preocupó, todos por motivos diferentes. La madre por la salud de su hijito “especial”, que nunca se conformaba con nada. Los amigos porque extrañaban algún rasgo particular de su persona. Ocasionalmente alguna antigua novia, porque le dolía su histeria al saber que el enamoradizo chico ya no la deseaba en lo más mínimo. Incluso el mismísimo alcalde del pueblo, por una razón extraña concerniente al turismo regional. Eventualmente fueron abandonándolo a su suerte, concluyendo en que había enloquecido, y algunos románticos y alegoristas mediocres contaban la historia del Joven que vivía en la Piedra, esperando que una bella muchacha lo salvara del castigo de los dioses por blasfemar contra ellos.

Pero nadie comprendía su propósito.

Él no dormía. Él no comía. Él no cagaba o meaba. Él ni siquiera pensaba ya. Por supuesto, tampoco moría. Él simplemente estaba allí, mirando el lago, el bosque y el pueblo. Solo.

Su piel, su carne y aún sus huesos se fueron solidificando. No perdió un gramo de nada: ni engordó, ni enflaqueció hasta el paroxismo, como podría esperarse. Sólo… se endureció. Aunque su sonrisa nunca perdió calidez, ni sus pelos al viento se quebraron o volaron. Simplemente quedaron allí, tan delicados y largos como siempre, ondulando en un viento infinito, un viento petrificado, de ausencia de tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo…

El alcalde perdió las elecciones, y fue reemplazado. Una tarde de otoño, varios años después de que él tomara su crucial decisión, vio salir un cortejo fúnebre de la casa de su madre. Vio eventualmente morir a sus hermanos, tanto los mayores como los menores. Vio al pueblo crecer y distorsionarse en complejísimas urbanizaciones sucesivas. Pero él nunca dejó de contemplar el lago, el bosque, el antiguo pueblo ahora ciudad, ni de sonreír. Su pelo, del color de la roca granito, no se encaneció más que con la escarcha de las mañanas de invierno, derretida en los mediodías calurosos de primavera, quemada en los abrasantes veranos.

Un día, mucho, pero mucho tiempo después, cuando el alcalde ya no era ni siquiera el recuerdo del recuerdo de un recuerdo, una pequeña hoja de musgo perdió el milenario respeto que había tenido toda la vegetación para con él, y se animó a echar raíces en sus pies.

Luego, con los años, sus piernas estaban totalmente cubiertas de enredaderas, y sus finísimos cabellos se hallaban ya quebrados y hechos polvo en el suelo de otra tierra, arrastrados por el viento, el mismo viento que azotaba su rostro siempre, desde hacía tiempo, mucho tiempo, más tiempo del imaginable. El antiguo lago fue dragado en parte, y el frondoso bosque talado para hacer muebles y espacio para los muebles y los hacedores de muebles. La ciudad cambiaba y se ampliaba, o, en ocasiones, se empequeñecía.

Si uno de los modernos moradores de la ciudad intentara hablar con la roca, y la roca se molestase en escucharlo, no entendería una sola palabra.

La historia humana siguió su curso. Una mañana incluso, la roca recibió un tiro y perdió un dedo. Pero su sonrisa no disminuyó un ápice, y sus ojos no perdieron su brillo.

Hubieron enfrentamientos, la ciudad y el bosque ardieron, y el lago se secó, dejando un agujero bien visible en el suelo. Y otros moradores descubrieron las ruinas de la antigua y populosa ciudad, cientos de años después de haber sido destruida por el fuego. Y vieron la estatua de piedra, fija allí donde había estado tanto tiempo… siempre. Y la adoraron, pero no osaron invadir su santidad. Y a veces se acercaban y le hacían ofrendas.

La estatua estaba vieja. Había perdido todo rastro del brazo izquierdo, excepto una mano apoyada en una rodilla, y los pies estaban enterrados bajo una gruesa capa de tierra negra. Pero la sonrisa permanecía inmutable, y los ojos seguían contemplando la colina, las ruinas y el labrado y fértil campo que alguna vez había sido un lago hermoso y cristalino.

Y la estatua envejeció aún más. Fue perdiendo rasgos: la nariz aplastada por el viento incesante y sobrenatural, el pecho arqueado, las rodillas y las enredaderas que las habían cubierto estaban enterradas hacía eones, cuando la gente que lo había adorado pereció de hambre durante una cruda sequía. Y así se sucedieron los años, generación tras generación, pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, cultura tras cultura, hasta que la raza humana no fue más que el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo, y más tarde ni siquiera eso. Y la roca estaba irreconocible. Sólo quedaba una somera imagen de lo que alguna vez había sido un hombre, aunque todavía sonreía, y sus ojos todavía miraban el mar, la cañada, las montañas.

Y la tierra fue pasando sus épocas. Y la vida se fue apagando en el pequeño mundo azul. Que luego fue un pequeño mundo rojo. Pero la sonrisa y los ojos seguían allí.

Pero el viento, siempre viento y siempre firme, soplando continuamente, un día desprendió la pequeña roca enterrada. Y la roca enterrada supo que era el destino de todas las rocas. Y se volvió arena, polvo y sal.

Y cuando el sol explotó, llevándose por igual viento, arena y rocas, y cuando en el vacío ya no quedaban estrellas que iluminaran la eterna noche, ni mentes que pudieran contemplar el enorme vacío y silencio, la sonrisa y los ojos, como siempre, seguían estando allí. Aunque en realidad, al revés de la humanidad, el tiempo, y la existencia, no estaban, sino que eran. Porque no había viento que se pudiera llevar lo intangible al río del tiempo del que dependía.

Esteban Ruquet

1 comentario:

Anónimo dijo...

cristo de la roca vendiendo pura coca, se hizo rico con la ayuda de niños... cantando y rezando. gritando soy cristo de la roca son mios ahora! vayanse a la chingada!!
saludos sutter kaihn
sos una masa.