domingo, 2 de marzo de 2008

A los dieciocho

Vacío (o tira de asado)

El Joven Sensible llegó a su hogar, luego de una agotadora jornada de trabajo. Cerró su puerta con llave, puso un CD de Tears for Fears, agarró un libro y se sentó en el puff.
-Esto es una mierda- dijo, y tiró el libro, titulado “Los Cien Pasos para Conseguir la Felicidad”, contra el equipo de música, que dejó de sonar.
Miró a través del enorme ventanal que daba al balcón de su departamento, como solía hacer cuando estaba deprimido, pero el cielo estaba despejado y la bóveda celeste se veía plagada de estrellas, como si miles de luciérnagas se hubieran quedado adheridas a un pegajoso lienzo negro.
La ausencia de una furiosa tormenta lo desanimó aún más, pero de cualquier manera no colapsó, aunque pensó que el universo aunque sea por esta vez podía estar a tono con su alma, en lugar de mostrar esa feroz indiferencia.
-Ella me querrá o alguien morirá- pensó, y agarró el revólver que escondía debajo del cómodo silloncito. Abrió la puerta, se tomó un vaso de whisky, prendió un cigarrillo y bajó por las escaleras los once pisos que lo separaban de la calle fumando. Caminó un par de cuadras y llegó al edificio donde vivía la Mujer Amada. Entró y se dirigió al
-Sexto A- le dijo al portero, cuando este abría la boca.
-Pase por el ascensor- le contestó con su más agria cara de seco de vientre.
Subió, en efecto, y llamó a la puerta. Abrió la Mujer Amada.
-Hola. Te hago una pregunta y no te jodo más: ¿me amás?
-Claro… que NO- respondió ella.
El Joven Sensible sacó su Magnum 45, apuntó a la chica, hizo un gesto de cansancio, y se voló limpiamente la tapa de los sesos, con la misma expresión desdeñosa con la que había vivido sus veinticinco años.
Ella, sin perturbarse, llamó a su novio, un policía gigantesco y prepotente, para que viniese a retirar un cuerpo que le podía causar problemas.
¿Valía la pena matarse sólo por una mujer terca? No. Pero ¿valía la pena seguir viviendo una existencia vacía, hueca, sin amor? Creo que tampoco.


sábado, 26 de enero de 2008

miércoles, 23 de enero de 2008

Diario de Viajes: Patagonia 2

Si no resumo, quizás sea el post más largo de la historia.
Entonces: En Madryn al final encontramos un hostel barato y copado, llamado Kamaruko. Estaba atendido por su dueño y por un barman checo que llegó a Argentina tras salvarle la vida a uno de nosotros en París. Ahí conocimos a un montón de gente, entre ellos a un israelí de padres argentinos llamado Yaniv y a una rosarina llamada Alejandra, a una porteña y una barilochense muy copadas llamadas Yamila y Berna, a las cuales me podría haber arrumacado, de no ser porque los garcas de la empresa de autos con la que habíamos arreglado para alquilar uno e ir a Península de Valdés nunca aparecieron. Conocimos a un italiano y una chilena llamados Stéfano y Paula, que nos llevaron hasta El Bolsón a Rodrigo y a mí. Ahí nos separamos de Augusto, y comenzamos a viajar con ellos, un poco apretados con las mochilas y la carpa.
Fuimos primero a Punta Tombo, una pingüinera enorme, con bichos un poco agresivos sobre la costa atlántica. Pasamos un ratito por Gaiman a tomarnos un café para darnos fuerza y seguir el viaje. Estuvimos toda la noche arriba del auto, apenas durmiendo de a tramos y relevándose ellos para manejar.
Llegamos a El Bolsón. El primer día nos quedamos en un hostel un poco extraño, con gente que no estaba muy enterada de cómo eran los ídem. Dormimos casi todo el día, porque estábamos cansados de viajar, y después de una siesta de seis horas, con Rodrigo fuimos a recorrer el pueblo: no es tan hippie como pensaba, y todo cuesta bastante caro. Salimos a la noche, a un bar que a Fede le hubiera gustado, pues todo tenía relación con superhéroes (principalmente los tragos y el menú).
Al otro día, siempre con Stéfano y Paula, fuimos a la feria de los artesanos, y terminamos subiendo al cero Piltriquitrón, yendo al Bosque Tallado. Al otro día salimos del pueblo hasta Wharton, una localidad pequeñísima del Bolsón que posee un acceso a las montañas de la cordillera. Por ahí fuimos al Cajón del Azul, que es como un puente natural muy alto por encima del Río Azul. Llegamos agotados al refugio, y con más hambre que el chavo del ocho, tanto que nos quedamos sentados en un asiento tabla con una piel de cordero por dos horas y media, y yo me comí un kilo de asado con ensaladas varias, pan casero, chutney y chimichurri más abundante de lo que servían habitualmente, virtud a que el tipo me vio cara de muerto de hambre. También nos regalaron un paquete de arroz y sal, que comimos a la noche. Acampamos ahí, y conocimos a unas chicas de capital. La más interesante de ellas se llamaba Violeta.
Al otro día fuimos al cerro Hielo Azul, por el camino de subida (estábamos piruchos), pero antes
nos regalaron medio pan casero. También llegamos agotados al refugio del Hielo Azul, que no estaba tan bien, y mal comidos. Volvieron a regalarnos arroz y pan (aunque esta vez fueron nuestros compas de viaje), y dormimos ahí.
Al otro día habíamos planeado subir al glaciar Hielo Azul, el último de la patagonia yendo de sur a norte, pero estábamos agotados, por lo que Rodrigo y yo decidimos no hacerlo, ya que debíamos regresar. No fue en vano. Conocimos a un hippie con un mambo budista tibetano muy copado, que tenía unos instrumentos muy interesantes, cuya descripción más acertada sería una especie de olla de siete metales diferentes que al pasarle un trozo de madera alrededor sonaba muy extraño, y unas tingchas, que son esas campanitas planas con dibujos de dragón.
Tuvimos una sesión de meditación y masaje shiatsu, y emprendimos la retirada estratégica de la montaña.
Sin embargo, el viaje de vuelta fue más difícil de lo esperado. Ese día no habíamos comido, y el camino era una bajada muy empinada que se bajaba corriendo. Me subió mucho la temperatura y me empezó a bajar la presión. La gente del grupo con el que bajaba era más rápida, pues no estoy en tan buen estado físico como creía y además continuamente se me desabrochaba la bolsa de dormir, y para alcanzarlos tenía que correr más rápido y en tramos que no precisaban hacerlo. Casi no descansé ni tomé agua, así que cuando llegué a la orilla del Azul comencé a cargar la cantimplora, y cundo bebí me desvanecí. Por poco no caigo al río, un dejo de conciencia residual me hizo aferrarme a unas piedras, y salvarme. Un poco después, el camino se hacía más y más difícil, hasta que ví regresar a los otros, diciendo que nos habíamos perdido. Pudimos retomar el camino, pero yo sentía náuseas y la presión muy baja. Cruzamos el río, y pensábamos que ya terminaba el camino, pero al final no fue así. Encontramos a otra gente en el camino, y seguimos unos dos kilómetros más, hasta que ví que el camino no finalizaba y perdí los nervios (lo único que me mantenía estable, pues tenía la presión muy baja) y volví a desvanecerme, aunque ahora con gente alrededor. Rodrigo salió corriendo a rescatarme, y bajó al río por una pendiente a buscar agua para reanimarme.
Después de todo, llamamos un remís y volvimos al Bolsón, aunque llegamos como a las diez de la noche y no había alojamiento. Nos separamos de Paula y Stéfano. Fuimos a buscar refugio a la comisaría (nos echaron), y al hospital, donde todas las camas estaban ocupadas. Mugrientos, nos rescataron unos mapuches en el hospital, y nos llevaron a su chacra para acampar. Yo me sentía muy mal, y no comí nada. La chacra estaba alquilada por unos gitanos, y fue un demente pasado de rosca a prenderles fuego los autos, por lo que el hermano del chico que nos llevó hasta ahí nos dejó acampar en su casa. A la mañana (hoy), nos cebaron mates y nos convidaron pan con manteca y dulce. Pasamos a saludar a la señora y al chico que nos rescataron en el hospital, y nos tomamos un micro hasta la terminal de El Bolsón. Ahí, nos pusimos a hablar con una señora que nos regaló yogur, y emprendimos el viaje a Bariloche. Fuimos a hospedarnos a la pensión de Ofelia, pero como yo estaba muy sucio, la vieja se asustó y me dijo que estaba completo. Nuevamente, Rodrigo al rescate, convenció a Ofelia que nos alojara, y aquí estoy, después de una ducha, de comerme un tostado y tomarme un café con leche, actualizando el blog. Tenemos pasajes para el viernes, así que el sábado a la mañana estaremos allí.
Por ahora no hay fotos. Si las quieren ver, tendrán que entrar en un par de días, cuando estemos en La Plata.

sábado, 12 de enero de 2008

Diario de Viajes- Patagonia (Madryn)

Bueno... Hoy estoy de mal humor. En la Patagonia no hay nadie que te levante en la ruta si no sos mujer y estás buena. Tuvimos que tomar micros y gastar plata a lo loco. Además, hasta ahora, a pesar de ser la persona con más experiencia nadie me dio ni cinco de pelota para viajar. Por el momento Augusto está con Gustavo, un amigo de Madryn, y Rodrigo y yo en un hostel falso, porque tiene menos onda que un renglón. Hasta ahora, el viaje patagónico fue un verdadero fiasco

viernes, 4 de enero de 2008

Acerca de mí


Existe un leve grado de irreverencia.
Una leve sospecha de autocrítica infundada.
Un inevitable sentimiento de impotencia y pequeñez ante la pequeña enormidad del espacio humano.
Un moderado esfuerzo por hacer de mi vida una creación artística.
Un fuerte sentimiento de resistencia a lo inevitable.
Una mediana sospecha acerca del progreso.
Una enorme cantidad de resentimiento y frustración.
Una moderada soledad de pensamiento.
Un deseo de comprensión en jerarquías móviles.
Un orgullo injustificado.
Un esfuerzo por mantener la coherencia.
Un mínimo esfuerzo por verdaderamente cambiar las cosas.
Un violento deseo sexual.
Un fuerte sentimiento de asco hacia ciertas expresiones.
Un incomprensible yo interno.
Una humorada con sabor negro, ácido y radiactivo.
Una pretensión de seguir vivo.
Una lucha contra la muerte en vida.
Una mediocridad apenas combatible.
Unos enemigos invisibles a quienes cuesta no tener piedad.
Una inseguridad premeditada.
Unos "enemigos" visibles a quienes cuesta tener piedad.
Un enorme sentido del ridículo.
Un largo monólogo sobre mi existencia.
Absurdo.

El Hombre de la Roca

El que un día fue un hombre más entre todos los hombres del poblado, una tarde de abril se volvió loco. Estaba ansioso de resaltar, de no ser sólo una brizna más de hierba en un campo infinito y aburrido.

Era un poco inútil: no era buen luchador, aunque se hubiese esforzado practicando. Tampoco era buen orfebre, artista ni sacerdote, como para sobresalir como lo más importante en estos rubros. Era inteligente, pero no tanto; sabía mucho, pero definitivamente no lo suficiente. Era bastante fuerte, pero realmente era un estúpido si creía que por esta causa iba a sobresalir. Había amado y perdido, pero se pueden nombrar quinientos casos más que habían pasado por semejante trance.

No.

Él quería que algo suyo fuera reconocido, durara por siempre, o al menos suficiente tiempo como para salir del montón. Para no hacer las cosas sólo porque los demás lo hacían, para repetir actos seguros. Así que un día se fue solo caminando desde el pueblo hasta la colina, a meditar. Salió temprano, tan temprano como podía siendo como era un flojo. Se levantó de la cama, se puso su mejor ropa, y se sentó en la cocina de su madre a desayunar. Ya desayunado (tenía que alimentarse bien, puesto que le esperaba una larguísima jornada), tomó el viejísimo camino hacia la colina más alta, antiguo lugar de sacrificio y culto a los dioses. A muchos dioses.

Allí llegado, se sentó en un saliente que parecía muy cómodo. Tal vez otrora fuera un banco tallado en la piedra fría, pero hoy en día solo era una superficie pulida por el viento. Allí sentado, se puso a reflexionar. El viento le golpeaba la cara, y tenía una maravillosa vista al frondoso bosque, al fantástico, vivo y verde bosque. Sonrió. Le gustaba el destino que había tomado.

Pasaron semanas. La gente lo veía, sonriente y despeinado por el viento, a veces pestañeando porque una mota de polvo se le había metido en un ojo y lo hacía lagrimear. No poca gente se preocupó, todos por motivos diferentes. La madre por la salud de su hijito “especial”, que nunca se conformaba con nada. Los amigos porque extrañaban algún rasgo particular de su persona. Ocasionalmente alguna antigua novia, porque le dolía su histeria al saber que el enamoradizo chico ya no la deseaba en lo más mínimo. Incluso el mismísimo alcalde del pueblo, por una razón extraña concerniente al turismo regional. Eventualmente fueron abandonándolo a su suerte, concluyendo en que había enloquecido, y algunos románticos y alegoristas mediocres contaban la historia del Joven que vivía en la Piedra, esperando que una bella muchacha lo salvara del castigo de los dioses por blasfemar contra ellos.

Pero nadie comprendía su propósito.

Él no dormía. Él no comía. Él no cagaba o meaba. Él ni siquiera pensaba ya. Por supuesto, tampoco moría. Él simplemente estaba allí, mirando el lago, el bosque y el pueblo. Solo.

Su piel, su carne y aún sus huesos se fueron solidificando. No perdió un gramo de nada: ni engordó, ni enflaqueció hasta el paroxismo, como podría esperarse. Sólo… se endureció. Aunque su sonrisa nunca perdió calidez, ni sus pelos al viento se quebraron o volaron. Simplemente quedaron allí, tan delicados y largos como siempre, ondulando en un viento infinito, un viento petrificado, de ausencia de tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo…

El alcalde perdió las elecciones, y fue reemplazado. Una tarde de otoño, varios años después de que él tomara su crucial decisión, vio salir un cortejo fúnebre de la casa de su madre. Vio eventualmente morir a sus hermanos, tanto los mayores como los menores. Vio al pueblo crecer y distorsionarse en complejísimas urbanizaciones sucesivas. Pero él nunca dejó de contemplar el lago, el bosque, el antiguo pueblo ahora ciudad, ni de sonreír. Su pelo, del color de la roca granito, no se encaneció más que con la escarcha de las mañanas de invierno, derretida en los mediodías calurosos de primavera, quemada en los abrasantes veranos.

Un día, mucho, pero mucho tiempo después, cuando el alcalde ya no era ni siquiera el recuerdo del recuerdo de un recuerdo, una pequeña hoja de musgo perdió el milenario respeto que había tenido toda la vegetación para con él, y se animó a echar raíces en sus pies.

Luego, con los años, sus piernas estaban totalmente cubiertas de enredaderas, y sus finísimos cabellos se hallaban ya quebrados y hechos polvo en el suelo de otra tierra, arrastrados por el viento, el mismo viento que azotaba su rostro siempre, desde hacía tiempo, mucho tiempo, más tiempo del imaginable. El antiguo lago fue dragado en parte, y el frondoso bosque talado para hacer muebles y espacio para los muebles y los hacedores de muebles. La ciudad cambiaba y se ampliaba, o, en ocasiones, se empequeñecía.

Si uno de los modernos moradores de la ciudad intentara hablar con la roca, y la roca se molestase en escucharlo, no entendería una sola palabra.

La historia humana siguió su curso. Una mañana incluso, la roca recibió un tiro y perdió un dedo. Pero su sonrisa no disminuyó un ápice, y sus ojos no perdieron su brillo.

Hubieron enfrentamientos, la ciudad y el bosque ardieron, y el lago se secó, dejando un agujero bien visible en el suelo. Y otros moradores descubrieron las ruinas de la antigua y populosa ciudad, cientos de años después de haber sido destruida por el fuego. Y vieron la estatua de piedra, fija allí donde había estado tanto tiempo… siempre. Y la adoraron, pero no osaron invadir su santidad. Y a veces se acercaban y le hacían ofrendas.

La estatua estaba vieja. Había perdido todo rastro del brazo izquierdo, excepto una mano apoyada en una rodilla, y los pies estaban enterrados bajo una gruesa capa de tierra negra. Pero la sonrisa permanecía inmutable, y los ojos seguían contemplando la colina, las ruinas y el labrado y fértil campo que alguna vez había sido un lago hermoso y cristalino.

Y la estatua envejeció aún más. Fue perdiendo rasgos: la nariz aplastada por el viento incesante y sobrenatural, el pecho arqueado, las rodillas y las enredaderas que las habían cubierto estaban enterradas hacía eones, cuando la gente que lo había adorado pereció de hambre durante una cruda sequía. Y así se sucedieron los años, generación tras generación, pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, cultura tras cultura, hasta que la raza humana no fue más que el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo, y más tarde ni siquiera eso. Y la roca estaba irreconocible. Sólo quedaba una somera imagen de lo que alguna vez había sido un hombre, aunque todavía sonreía, y sus ojos todavía miraban el mar, la cañada, las montañas.

Y la tierra fue pasando sus épocas. Y la vida se fue apagando en el pequeño mundo azul. Que luego fue un pequeño mundo rojo. Pero la sonrisa y los ojos seguían allí.

Pero el viento, siempre viento y siempre firme, soplando continuamente, un día desprendió la pequeña roca enterrada. Y la roca enterrada supo que era el destino de todas las rocas. Y se volvió arena, polvo y sal.

Y cuando el sol explotó, llevándose por igual viento, arena y rocas, y cuando en el vacío ya no quedaban estrellas que iluminaran la eterna noche, ni mentes que pudieran contemplar el enorme vacío y silencio, la sonrisa y los ojos, como siempre, seguían estando allí. Aunque en realidad, al revés de la humanidad, el tiempo, y la existencia, no estaban, sino que eran. Porque no había viento que se pudiera llevar lo intangible al río del tiempo del que dependía.

Esteban Ruquet

Las rúbricas



Quizás pasó demasiado tiempo para reactivar el blog. Mucho tiempo perdí con materias inútiles y prescindibles que al final voy a rendir libres. Mucho tiempo ocupado en autores intrascendentes a largo plazo. Desperdicié mucha materia gris en aprender cosas irrelevantes a futuro, o al tratar de adelantarme -medio a los apurones por una carrera cuyas pretensiones son muchas veces absurdas- a escritos y a teóricos para los cuales no tengo tiempo ni ganas.
Los exámenes literalmente enferman a los alumnos. Los porfesores exigen cierta cantidad de conocimientos absurdos y laterales como si fueran esenciales, y lo peor es que no le ponen onda. Agotamos nuestro tiempo universitario en lecturas inútiles, ególatras, discusiones estériles entre filósofos y teóricos franceses que no adolecían del puterío de oficinas, mientras se criticaban y usaban sus escritos para atacarse y ganar un mayor prestigio en un campo intelectual (con perdón por utilizar una de las categorías preferidas propia de estos ámbitos) prescindible.
Los verdaderos temas, las verdaderas interrogaciones que se hace uno terminan por morir en una tertulia entre amigos, sin llegar a nada.
Pocos profesores (que están en otra, verdaderamente) están dispuestos a compartir dudas, interrogaciones generales, preguntas metafísicas o fundamentales para nuestras carreras o vidas. Mi agradecimiento va hacia ellos. Los otros perdieron el rumbo, se volvieron tediosos y académicos, rigurosos formalistas sin fundamentos. Especialistas.
Los otros ámbitos de la vida que me mantuvieron un tanto enajenado fueron mi burocrático, serpentil, absurdo trabajo oficinesco -que nadie me lo niegue, que coser expedientes es para monos o máquinas, no para seres humanos-. Un trabajo corto, bien remunerado y frustrante. Llena de la peor gente posible: conformistas mediocres clase media, incoherentes opinólogos de la basura.
Además, aprendí que las mujeres son mujeres en todos lados. Aunque las francesas resulten por momentos más interesantes y simpáticas, tienden a ser tan frustrantes como cualquier otra. Calculo que debe ser consecuencia de una macrocultura judeo cristiana, machista o simplemente forra de la condición humana. No lo sé. No lo comprendo -a veces es mejor decir que no se comprende para desligarse de la necesidad de emitir juicios erróneos-.
Desconozco, no comprendo. Perdí un poco el tiempo, pero apuré las cosas. Quizás ahora la pase un poco mejor, puedo leer más, escuchar más, vivir más.
Veremos. Sería interesante revivir el blog. Sería interesante volver a escribir. Veremos.

domingo, 25 de noviembre de 2007

El paisano es el verdadero descendiente del gaucho?

Verdaderamente, y a riesgo de un asesinato de parte de los tradicionalistas con respecto a mi persona, pienso que el paisano poco tiene que ver con el gaucho antiguo, y que una figura más moderna y pretendidamente "extranjera" como la del motoquero se ajusta mucho más a la figura del gaucho.
Primero: el gaucho era un semimarginal, mal visto en los pueblos y acusaba recibo de violento y orgulloso. El paisano moderno es una institución tradicionalista, absurda, y que admira el "folklore" (palabra y concepto ingleses y románticos a todas luces) y ocupa una función social como trabajador rural. No es violento, aunque tiene un cierto orgullo.
El motoquero es también un semimarginal, viviendo en los bordes de la civilización, generalmente mal visto en los pueblos, y acusa recibo de violento y orgulloso.
Segundo: la función del caballo del gaucho era completamente vital para su existencia nómada, y sus principales conocimientos se referían al animal y sus géneros. También era un símbolo de su estilo de vida nómada y libre. Para el paisano, el caballo es su herramienta de trabajo rural, y es principalmente un dudoso símbolo de "argentinidad" -nunca voy a entender por qué del todo, teniendo en cuenta que el caballo participó en todas las civilizaciones orientales y occidentales.
El motoquero no es tal sin su moto. Sus conocimientos mecánicos son ecuánimes a los del gaucho sobre caballos. Es su principal medio de locomoción, y un símbolo de su vida nómada libre.
Tercero: el gaucho era poderoso y aguerrido, bravo para la provocación y bien dispuesto a la pelea a cuchillo uno a uno. Numerosas veces se enfrentaban entre ellos o con la ley, aunque matar no era su meta.
Nunca he oído de un paisano peleando a cuchillazos.
El motoquero es también orgulloso y aguerrido, aunque sus armas se hayan modernizado un poco. Usan, además de cuchillos, cadenas, palos y barretas. No son raros los enfrentamientos entre sí, aunque sean pocas las muertes que se deban, y los enfrentamientos con la ley son una constante en su vida.
Cuarto, y creo yo, lo más importante: El gaucho y el motoquero son esencialmente nómadas. Viven viajando, en la ruta y el camino, y trabajan ocasionalmente para pagarse sus gastos de viaje. El paisano está fuertemente arraigado a su lugar de origen. Trabaja la tierra y ocasionalmente es pastor.
Creo yo, arriesgando una conclusión que se deja ver clara, que le verdadero heredero de los valores y el estilo de vida del gaucho es el motoquero. El paisano es un lugareño, como tantos otros, una figura rural natural del país, pintoresca, parecida por semejanza y tradición estética al gaucho. El motoquero sudaca, sin embargo, retoma los valores tradicionales del valor, la aventura y el viaje. Sabe tanto de cuchillos y asados como el mejor paisano, y de motos (la evolución cultural del caballo en los caminos). Es barbudo y potente, impresiona por su dureza, es amable y un tanto simple y seco, aunque la variedad es enorme.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Puto el que lee!

Son todos putos... y se acabó la discusión

lunes, 29 de octubre de 2007

Pedido de auxilio

¿Qué significó para mí Elín?
Aún a riesgo de que el misterioso comentario anónimo sea ni más ni menos que ella, debería comentar qué significa, hoy en día, esa mujer.
La escritura misma de este pequeño laberinto lingüístico y emocional es compleja, pues me es muy difícil, dadas mis dudosas capacidades comunicativas, describir todo aquello en lo cual esta mujer (ya a esta altura más símbolo que realidad) significó y significa para mí.
En primera instancia se podría decir que Elín marcaría la diferencia entre el Esteban antiguo y el moderno; casi podríamos decir que en primera instancia, Elín significa para mí un momento de ruptura, entre la adolescencia tardía y la madurez, si en verdad me agradaran esas caracterizaciones.
En realidad, Elín fue (y es) algo infinitamente más complejo que una simple decepción. Elín, en aquel momento fue un símbolo palpable de todos mis ideales, una figura que en mí simbolizaba todo aquello en lo que creía, aquello que me diferenciaba de los demás, y que al mismo tiempo me unía al mundo, me daba un propósito y una pertenencia. Fue a su vez, la persona que rompió con estos mezquinos esquemas y me dejó expuesto, desnudo, ante la nulidad de mi propia identidad.
Nunca en toda mi vida tuve un golpe tan fuerte de realidad como cuando me dí cuenta de que no era el único que la amaba sin esperanzas, el lugar al cual me había asignado a mí mismo en mi vanidad tragicómica.
En aquel entonces depositaba toda mi fe, toda mi confianza y todos mis deseos de realización en las "beatíficas" manos de Afrodita, confiando en que la tragedia de mi amor no correspondido, si me traía dolor, al menos también me dignificaba. Nunca cometí peor error.
En pos de aquel ser a quien beatificaba, me humillé, me rebajé y me expuse de una forma tal que me es imposible mencionar sin repugnarme de mí mismo. Le impuse a una persona amable, simpática y bonita la terrible carga de ser la responsable de mi vida, pidiéndole ni más ni menos que me salvara, que me redimiera con su piedad. La celé, la atosigué, y finalmente la ahogé en mi miseria en forma tal que la alejé de mí para siempre.
¿De qué valía, entonces, toda mi idea de amor trágico si no me ennoblecía y sólo me hacía bajar a los pozos más profundos sin dejarme salir de ellos? De nada. Sólo le impuse cosas, y me abandoné a mi propia locura cuando supe que era imposible seguir exigiendo más.
Su figura, sin embargo siguió creciendo, a tal punto que me es imposible disociarla de cualquier evento de mi propia vida, pues se volvió la marca inaprehensible de lo imposible para mí. Me dejé atrapar por mis propios laberintos por un fasma, un fantasma hecho con la nube idiota de mis propias emociones, atado a la tierra por la figura de una mujer a la cual nunca voy a tener.
A partir de ahí, empecé a mentir, tanto a otros como a mí mismo, mientras pedía desesperadamente ayuda de la cual nadie puede darme, pues en mí crece el miedo permanente de pedir demasiado y alejar a la gente de mí. Elín se transformó, pues, en el fantasma de mi propia soledad, a la vez que cada mujer que conozco termina por ser comparada en alguna forma con ella.
Por ella construí una sólida pared de mentiras para ocultar mi propio patetismo, mi propia inhabilidad para comunicarme verdaderamente con los demás, para hacerme responsable de querer a una mujer, en parte por miedo y en parte por descreimiento ante los sentimientos que nos atan a un sistema perverso. Me resulta imposible volver a idealizar a una persona, tanto porque no creo, como porque no quiero, en la confusa y contradictoria masa que es mi cerebro, y a la vez me resulta imposible no desear estar con otras personas.
Elín no fue un recambio de ideales, fue un vaciamiento de los mismos. Fue el descompromiso de no creer, para no equivocarse, pues fue la demostración de que equivocarse no vale ni dos centavos. Fue también la incapacidad de sentir demasiado fuerte. Mis momentos de mayor clímax hoy en día son puramente estéticos. Mi sexualidad irreprimiblemente ambigua y oscura, inconfesable, fue hecha del hartazgo de la inconcreción permanente, y se volvió mi forma de placer desarticulado.
A partir de las oposiciones generadas por su personalidad, construí amistades nuevas, mucho más racionales y menos emocionales. Lucía, lo lamento, fuiste en alguna medida este experimento de oposición, la contrapartida amistosa a quien nunca le puse mucha fe, ni tan siquiera en una amistad, aunque de ninguna manera eso te hace menos meritoria de halagos. Fuiste, en alguna medida ( y eso te lo dije en varias oportunidades) un reemplazo. Disculpame.
Elín es hoy en día la marca de todos mis fracasos, la medida de mi cobardía, la imagen de los sueños poco felices. Elín es un símbolo, un recuerdo de lo grande y lo bajo que puedo ser, parafraseando a Lerinome, en este laberinto de relativismo moral.
Sin embargo, y pese a todo, no perdiste esa cualidad material y personal. Si aún creyera en esas cosas, seguiría enamorado de vos, aunque claro, más bien de tu recuerdo, creado por una persona normal y falible. Seguiría amando todo aquello que representás, y aquello que sos en persona. Todas esas especificidades al azar que te configuran como única. Amaría la tibieza y suavidad de tu abrazos, tu calidez, tu presencia alborotadora, caótica y a la cual la gravedad desfavorece tanto. Pero ya no creo en esas cosas, ni mucho menos en la cualidad estética de lo que acabo de escribir.
Esto es sólo un pedido de auxilio, tirado dentro de una botella segura en un enorme mar electrónico en el cual dudo que alguien lo encuentre. Es una confesión de mi vaciamiento moral y espiritual. Casi un testamento.