domingo, 6 de abril de 2008

Dorotea


Vladimir Ortiz apenas veía al otro Protector, que se pasaba el día encerrado en su habitación, bebiendo y usando faroles de sueños que se hacía traer desde Osgodor. Ni siquiera se molestó en averiguar cómo se llamaba ese hombre. He allí el producto del gran plan, reflexionaba Vladimir Ortiz. Por primera vez en su vida estaba realmente furioso. ¡El, que había visto la columna de fuego y la columna de hielo, tenía que terminar sus días en un lugar olvidado de Dios, y en compañía de un payaso!
Encontraba consuelo en las memorias y el retrato de Dorotea. El retrato dominaba el salón de entrada de la Mansión de los Monarcas Muertos. Vladimir Ortiz pasaba buena parte del día sentado frente a ese cuadro.
Rubia, rasgos filosos, ojos color perla: así la pintaba el retrato. Dorotea había sido una mujer excepcional por su audacia. El retrato era excepcional por su torpeza. Tres siglos atrás Dorotea había conquistado la región que ahora llevaba su nombre. Antes de eso había tenido un meteórico ascenso desde una orden eclesiástica menor hasta las jerarquías superiores de la Iglesia Ecuménica, pero su brillo se había apagado de golpe por un traspié. El traspié había coincidido con la culminación de su carrera, y por esa razón Vladimir Ortiz se sentía reflejado en la historia de esa mujer.
Había una gran diferencia, desde luego, aunque Vladimir Ortiz prefería no recordarla. Dorotea había buscado la gloria, y de algún modo la gloria se había burlado de ella. Vladimir Ortiz había rehuido la gloria, pero ésta le había salido al encuentro para arruinarlo.
El retrato de Dorotea era la obra de un artista con poco presupuesto y menos imaginación. Los colores chillones se habían agrisado con los años, porque el material era barato. Los trazos eran burdos, involuntariamente ingenuos y burocráticamente solemnes. Presentaban a Dorotea subiendo triunfalmente al cielo después de vencer a los monarcas muertos. Ella vestía su capa negra de Protector, con la insignia de la Cruz y el Martillo bordada en oro. Rebosaba santidad.
Claro que Dorotea no había subido triunfalmente al cielo, no había vencido a los monarcas muertos ni había sido una santa. Vladimir Ortiz habría pasado por alto estos detalles si al menos la composición hubiera tenido cierta armonía. Pero el cuadro era un prodigio de desequilibrio, como si involuntariamente se empeñara en representar los caprichos del destino, las grietas y fisuras del gran plan. Sin embargo, Vladimir Ortiz sospechaba que el cuadro, en su vulgaridad, de algún modo hacía justicia al personaje. Se preguntaba por qué.
Debajo del cuadro había una inscripción en bronce:

UN FUEGO ME CONSUME

Gracias a Arámax, que le indicó en qué parte de la biblioteca estaban las memorias de Dorotea, Vladimir Ortiz pudo entender a qué aludía la inscripción y averiguar muchos otros detalles que antes no conocía ni le habían interesado. Dorotea había ingresado en una orden monástica menor cuando era muy joven, y había hecho sus votos de pie sobre brasas ardientes. Entonces había afirmado: “Un fuego me consume, pero no son estas débiles brasas sino el fuego de la fe.” Había impresionado a la gente de su aldea, que había asistido en masa a la ceremonia entusiasmada por la perspectiva de tener una santa local.
Dorotea no era una santa. Era una mujer brillante que había sobresalido por sus dotes intelectuales y su carácter firme. En una época en que en ciertas regiones de la Cruz y el Martillo se propagaba un extraño culto por la odiada Katya Rastova, Dorotea había resucitado con ardor el culto de la Virgen María. Por esa razón, la jerarquía superior de la Iglesia había tolerado su ascenso.
Era además una mujer excepcionalmente bella. Aun el feo retrato de la Mansión de los Monarcas Muertos lograba sugerirlo, pero además quedaban algunas fotos borrosas y los testimonios de sus contemporáneos. La penitencia y la abstinencia no habían logrado afearla. Su castidad era pues un doble tesoro. (O un doble desperdicio, le había susurrado una vez el cardenal Nuovevite en Nueva Roma, cuando ambos asistían a un seminario sobre historia de la iglesia.) Nueva Roma se había visto en la obligación de darle un cargo de Protector. Era la primera vez en siete siglos -la primera vez desde la fundación de la iglesia- que ese título se otorgaba a una mujer. Los méritos de Dorotea lo imponían (“Y el populacho lo reclamaba -añadía Nuovevite-. Eran tiempos difíciles en que las concesiones eran necesarias para mantener el equilibrio.”) Muchos cardenales la tenían entre ojos y sin duda esperaban que cometiera el desliz de exigir el título de Protectora. Dorotea era demasiado astuta para caer en esa trampa de vanidad. Sabía que la habrían acusado de atentar contra las tradiciones de la Iglesia, así que aceptó sin remilgos un título masculino. De lo contrario su carrera habría peligrado. . La Iglesia Ecuménica heredaba la misoginia de otras iglesias cristianas, pues identificaba a las mujeres con la lujuria y la tentación, pero la campaña contra la doctora Rastova había agudizado esa herencia hasta extremos de fanatismo: Rastova, como Eva, había tentado a los hombres a seguir el camino del conocimiento, y ese camino había llevado al Tiempo de la Locura, una nueva versión de la Caída. Una mujer podía hacer carrera dentro de la Iglesia, pero más le valía ser prudente.
Dorotea había aprendido esta lección. Recibió su nombramiento de Protector en una ceremonia austera a la que asistieron todos los altos cardenales de la época. Esta vez no hizo gestos grandilocuentes, como cuando había tomado los votos. Sabía que la repetición gasta los efectos. Sabía que el olor a piel quemada era desagradable. Sabía que no volvería a resistir el calor de las brasas. Simplemente se presentó con el pelo cortado al rape, a la manera de un hombre. Era una ironía, pero la sutileza mitigaba la insolencia. En todo caso, era el tipo de ironía que amaban los dignatarios, quienes no tuvieron más remedio que aplaudirla. El pelo cortado al rape era un reproche, pero podía interpretarse como la afirmación de que Dorotea estaría a la altura de un hombre en el cumplimiento de sus deberes. (De hecho, ésta era la versión oficial de la historia, y aun Dorotea, muy discreta a esta altura de sus memorias, contaba el episodio con tímida ambigüedad. Pero Vladimir Ortiz era un experto en la lectura entre líneas.)
Cuando tuvo su primera entrevista a solas con Osías Bonaparte II, el papa de la época, la flamante Protector presentó, con todo recato, una solicitud. Ese recato ocultaba una gran ambición. Era verdad que un fuego la consumía.
Dorotea pidió que le concedieran un protectorado que aún no existía. Ella estaba dispuesta a conquistarlo.
Dorotea había oído hablar de la Mansión de los Monarcas Muertos, y tiempo después, en sus memorias, contaría que esa historia o leyenda le había quitado el sueño durante años. La había oído en su aldea, antes de tomar los votos. De hecho, esa historia había guiado su vocación religiosa, tal vez porque tenía un aire romántico. El romanticismo era una de las llamas más poderosas del fuego que consumía a Dorotea, aunque en su juramento inicial había comprometido voluntariamente su castidad, algo que no se exigía a una integrante del brazo político y militar de la Iglesia. Tal vez la castidad era el precio que se imponía a sí misma por su fascinación con lo que parecía, en algunas versiones, una apasionada historia de amor.
Lamentablemente para ella, la historia no resultó ser lo que había esperado.
En la región de Bamileke, en la costa occidental del Africa, muy al sur de Osgorod, la gente veneraba la Mansión de los Monarcas Muertos. Viajeros, capitanes de mar y misioneros hablaban de ella. La mansión estaba al pie de una de las antiguas Ciudades del Cielo, y esta Ciudad del Cielo era, desde luego, una estructura en ruinas. Antiguamente la mansión había albergado salas de control y clínicas de transformación para la aplicación del Efecto Rastova. El edificio era tabú. Los habitantes de Bamileke repetían que quien entrara allí moriría quemado por el fuego de los antiguos dioses. En Bamileke, los hombres que habían viajado a las estrellas eran dioses que habían abandonado este mundo. (Los contaminados, los que no habían podido irse, eran criaturas inconclusas que merecían desprecio o compasión. Como eran dioses, merecían una ofrenda; como eran incompletos, las ofrendas eran limosnas. En Bamileke los contaminados eran dioses mendigos.)
Una pareja, Arax y Dárax, prometió que entraría en el edificio. Arax y Dárax habrían sido leyenda en Bamileke aunque nunca hubieran cumplido su promesa. Bebían más de la cuenta, se besuqueaban delante de todo el mundo, se burlaban de las convenciones. La sociedad de Bamileke era rígida y conservadora. Perdonaba las insolencias de Arax y Dárax porque eran jóvenes, pero desconfiaba de las personas atrevidas o insolentes. Cuando Arax y Dárax hicieron su promesa, muchos pensaron que los antiguos dioses fulminarían a esos impertinentes y suspiraron de alivio. El alivio no duró mucho. Arax y Dárax entraron en la mansión tomados de la mano, subieron a la terraza, saludaron a los curiosos y demostraron que habían burlado el tabú. La multitud los aclamó, y Arax y Dárax declararon que eran la reencarnación de los antiguos dioses. Los pobladores de Bamileke aceptaron esa declaración porque en cierto modo les confirmaba sus creencias. Desde la terraza, la pareja ordenó rituales y exigió ofrendas. Todos los días, los habitantes de Bamileke debían llevarles comida y arrojarla por una ranura. (La ranura daba a una especie de tobogán de madera que llegaba hasta el subsuelo del edificio. Había servido para depositar paquetes con alimentos para los que trabajaban en el edificio.) Cada siete días, los habitantes de Bamileke debían reunirse frente al edificio de cemento para rendir homenaje a Arax y Dárax. Las exigencias de Arax y Dárax crecían semana a semana, mes a mes, año a año. A veces salían de la Mansión para elegir esclavos de ambos sexos. Las devolvían al poco tiempo, cuando se cansaban de usarlos para diversas tareas y placeres. Los habitantes de Bamileke empezaron a murmurar, pero nadie se atrevía a rebelarse. El tabú era demasiado fuerte. Los habitantes de Bamileke no dudaban de la divinidad de la pareja. Sólo les disgustaba que esa divinidad fuera abusiva.
Decidieron elevar a Arax y Dárax a un estadio espiritual superior que impidiera a la pareja seguir importunando a los mortales. El veneno parecía un buen recurso para liberar a Arax y Dárax de la cárcel corporal que los volvía tan lascivos y codiciosos. Se pusieron de acuerdo y arrojaron alimentos envenenados por la ranura. Arax y Dárax no aparecieron más y así se convirtieron en deidades ideales, o al menos mucho más razonables. La gente podía regular sus ofrendas sin privarse de sus bienes. Podía adorar a la reencarnación de los antiguos dioses sin sentirse oprimida.
Bamileke era un lugar pequeño, apenas una franja de tierra en la costa, y un par de monarcas muertos bastaba para gobernarlo. (En el idioma de los habitantes de Bamileke, “monarca” y “dios” eran la misma palabra.) Los habitantes se reunían para la adoración semanal, y allí debatían sus problemas. Llamaron al edificio la Mansión de los Monarcas Muertos, y los monarcas muertos resultaron ser buenos gobernantes. No siempre encontraban soluciones, pero no cometían más errores que muchos gobernantes vivos.
Dorotea no conocía todos estos detalles. Más amante de la leyenda que de la historia, había preferido una versión pueblerina según la cual Arax y Dárax eran dos jóvenes enamorados que habían entrado en la residencia de los antiguos dioses de la región para huir de una comunidad hostil que se oponía al romance. Los pobladores los habían envenenado por despecho, y luego los habían adorado por arrepentimiento. Dorotea estaba fascinada por esta leyenda, y por la posibilidad de destruirla. Conquistaría esa región diminuta, establecería su sede en la Mansión de los Monarcas Muertos, ganaría ese territorio para la Iglesia Ecuménica. El papa de entonces, Osías Bonaparte II, jamás habría aprobado el plan si Dorotea no hubiera insistido en la hazaña simbólica que sería convertir a esos patanes y modificar el impronunciable nombre de la región. Dorotea había tenido tanto éxito con su resurrección del culto mariano en zonas agrestes de la Cruz y el Martillo que el papa tuvo que reflexionar.
-¿Bamileke? -preguntó Osías Bonaparte II-. ¿Dónde queda eso?
-Está lejos de casi todas nuestras rutas. Al sur de Osgorod.
-¿Osgorod? -preguntó Osías Bonaparte II-. ¿Dónde queda eso?
(Esto ocurría mucho antes de que las naves de doble quilla fueran a Osgorod en busca de su cargamento prohibido. Los faroles de sueños aún no se habían inventado.)
Dorotea llegó a las costas de Bamileke con una nave de doble quilla impulsada por velas y motores. El calor era sofocante, y tiempo después Dorotea anotaría en sus memorias que el aire era gordo y rojo. (Me cuesta entender eso porque yo no respiro aire. Yo no respiro. ¿Cómo podía saber ella que esa observación alguna vez pasaría a formar parte de mí, del Libro de la Tierra Negra? ¿Cómo podía saber que algún día Vladimir Ortiz leería y releería sus memorias en las bochornosas tardes de esa región que ella consideraba un país de leyenda? Según Vladimir Ortiz, las memorias de Dorotea revelan una malsana inclinación lírica que se acentuó con el tiempo, pero yo no puedo dejar de volver a esa expresión, el aire gordo y rojo, sin sentir curiosidad, o sin creer que siento curiosidad.) La nave de doble quilla se dividió en dos partes y ambos contingentes desembarcaron en dos extremos de una playa pantanosa y desierta. Dorotea avanzó al frente de sus hombres por un bosque enmarañado. Se dirigió hacia la Mansión de los Monarcas Muertos guiándose por las rampas y estructuras de metal oxidado que veía a lo lejos, las ruinas de la Ciudad del Cielo. Pensaba que esas estructuras recubiertas de vegetación eran reliquias de un antiguo culto, y en cierto modo lo eran. ¿Pero cómo podía saber que desde ese lugar los hombres habían viajado al infierno negro del espacio, transformados por el odiado Efecto Rastova? ¿Cómo podía saber que las ruinas que admiraba eran restos de algo que le habían enseñado a odiar?
Algunos habitantes los miraban con indolente curiosidad desde atrás de los árboles. Parecían inofensivos, y lo eran. Dorotea lamentó no tener la oportunidad de librar una gloriosa batalla, pero supuso que hallaría suficiente gloria en la Mansión de los Monarcas Muertos.
Esperaba encontrar un palacio exótico y brumoso, rodeado por templos y cementerios de piedra. Encontró un edificio vulgar y maloliente, rodeado por rampas y pistas de cemento y asfalto que formaban un claro en medio del bosque. Los nativos vivían en chozas de metal, construidas con restos de los artefactos y edificios de la Ciudad del Cielo.
El lugar era sórdido y prosaico, y parecía el ambiente menos propicio para la gran aventura que Dorotea había imaginado, pero la Protector no se dejó intimidar. Pensó que el cielo la ponía a prueba. Si el lugar no tenía magia, ella debía aportarla. Avanzó resueltamente hacia la Mansión de los Monarcas Muertos. Repetía ese nombre en voz baja, como si rezara una plegaria. Así lo había repetido en sueños durante años. Este momento era la encarnación de todos esos sueños. Ante el estupor de los curiosos, entró en el edificio, salió a la terraza y plantó la insignia de la Cruz y el Martillo. Sin duda esa pequeña hazaña le exigió más heroísmo del que esperaba. Los monarcas muertos, en efecto, estaban bien muertos, y aunque sus cadáveres deshechos ya no despedían olor, los alimentos descompuestos que aún les ofrendaban habían llenado el lugar de ratas y gusanos. Los monarcas no estaban abrazados, como esperaba Dorotea. Estaban tirados en rincones apartados, como si no les hubiera interesado compartir sus últimos momentos. Cada cual debía estar demasiado ocupado en sus propias convulsiones, anotaría Dorotea en sus memorias, con una crudeza que testimonia su irritación.
El personal de la fuerza de invasión se encargó de limpiar, ordenar y desinfectar el edificio ante la total indiferencia de los habitantes de la región. No les molestaba que alguien reemplazara a los monarcas muertos mientras no tuviera la osadía de estorbarlos con exigencias. Aceptaron el culto de la Cruz y el Martillo, pero en realidad adoraban a Dorotea, a quien llamaban Arax-y-Dárax. No les molestaba que fuera una extranjera mientras no interfiriera con sus costumbres.
Las autoridades de Nueva Roma no se deslumbraron ante esa conquista. Tuvieron que resignarse a dominar la región -no podían echarse atrás sin perder prestigio- y a crear un protectorado en una comarca tan poco rentable como aburrida. Según su estilo pragmático, aceptaron el traspié de Dorotea con elegancia. Llamaron Dorotea al nuevo protectorado, en honor de su conquistadora y fundadora, y otorgaron a Dorotea el cargo de Protector vitalicia. Ambas medidas eran inéditas, pero constituían una expresión más de la “política de doble filo” que la Iglesia había afinado con el tiempo y que Osías Bonaparte II ejemplificaría a la perfección en este episodio. Ningún territorio de la Cruz y el Martillo llevaba el nombre de un funcionario viviente, porque eso habría halagado su vanidad tentándolo a olvidar que era un soldado de la fe. En este caso, este inédito honor era un cruel castigo: en los círculos eclesiásticos, la fama de Dorotea quedaría asociada para siempre con su desliz, aunque para los legos constituyera un signo de prestigio. Y el cargo de Protector vitalicia equivalía a un exilio vitalicio disfrazado de retribución por los servicios prestados.
Las desdichas de Dorotea no terminaron allí. Obligada por las circunstancias a una mayor objetividad, y a un mayor cinismo, descubrió que Arax y Dárax eran un par de embaucadores que ni siquiera estaban enamorados. Los amantes inmortales eran sólo dos jóvenes inescrupulosos. En sus memorias Dorotea comentaba a menudo su decepción. Para colmo, no pudo dejar de notar que los habitantes de la región la adoraban en secreto, y eso la deprimía. Era ambiciosa, pero la idea de ser una divinidad la espantaba. Cada siete días los habitantes de la región se reunían ante el palacio. Nadie dejaba ofrenda en la mansión, pues Dorotea había prohibido explícitamente los antiguos dioses al imponer el culto neocristiano, pero la gente dejaba alimentos sin consumir esparcidos en la plaza. Era un modo sigiloso de perpetuar una costumbre. De pie ante la ventana, Dorotea veía y comprendía. Los habitantes de Dorotea la engañaban, y no podía hacer nada para evitarlo. Era la forma más escurridiza de resistencia. Ni siquiera estaba concebida como una forma de resistencia. Aparentaban aceptar el credo neocristiano para continuar su culto sin que los molestaran. Aparentaban aceptar la lengua román, pero aún creían en un idioma donde monarca y dios eran la misma palabra. Aparentaban aceptar el gobierno de la Cruz y el Martillo, pero seguían obedeciendo a los monarcas muertos. Y el nombre Dorotea no significaba nada para ellos, pues aún llamaban Bamileke a su tierra. Y para ella era una tortura. ¡Odiaba que ese lugar llevara su nombre! Más de una vez había pensado en suplicar a Nueva Roma que al menos le ahorrara esa humillación, esa vergüenza que se prolongaría como una burla aun después de su muerte. Pero luego había aceptado su destino. Era una pieza más del gran plan, el plan maestro. ¿Quién era ella para oponerse? Saúl y Edvardo habían aceptado que Teodoro fuera el fundador de la Iglesia. Dorotea optó por la aceptación, pero la aceptación la desquició.
Una fiebre voraz marchitó velozmente la belleza que ningún amante había podido adorar. Dorotea murió consumida por el fuego de esa fiebre, pensando que era el fuego de la fe. Sus memorias revelaban un acelerado deterioro de la mente. Una foto tomada en los últimos años revelaba que la decepción y la confusión habían causado en su belleza más estragos que la castidad. Su salida de este mundo había sido menos espectacular que su ingreso en la Iglesia Ecuménica. Vladimir Ortiz deploraba ese falta de coherencia dramática.
Con el tiempo, la “política del doble filo” también permitió a la Iglesia Ecuménica encontrar una aplicación para ese lugar inhóspito alejado de las rutas comerciales: allí enviaba a personajes encumbrados a quienes no podía degradar públicamente. El más famoso era tal vez el doctor Nelson, como también lo era, a su manera anónima, el descubridor del cristal doroteo. Pero por la Mansión de los Monarcas Muertos pasaron también muchos funcionarios menores. Dignatarios caídos en desgracia habían desfilado por allí, creyéndose honrados por un título que en realidad los disminuía. En general no duraban mucho, como si el nombre de ese edificio de cemento se les impusiera y de algún modo se creyeran en la obligación de respetarlo con una muerte prematura. Esto era una bendición para Nueva Roma, pues la desaparición de esos funcionarios garantizaba puestos libres, siempre útiles cuando se necesitaba desterrar a alguien sin usar la palabra destierro.
de Carlos Gardini, El Libro de la Tierra Negra

viernes, 4 de abril de 2008

“La casa de azúcar” de Silvina Ocampo


Lo ominoso forma parte de la narrativa de Ocampo de la misma manera que la tinta en un libro. El cruce claramente perturbador entre lo más cercanamente familiar a lo monstruoso y lo extraño produce un efecto de opresión e incluso miedo en el lector. En “La Casa de Azúcar”, este quiebre de lo familiar y su contacto con el horror se producea lo largo del cuento, que funciona como un cuento de horror gótico (con el tópico de la casa embrujada, que funcionaría como personaje). El aparentemente inofensivo y acogedor hogar se vuelve el centro de una poderosa posesión, que a la vez mata y transforma.

El relato está constituido a la manera de un antiguo relato de horror: una joven pareja, ella aniñada y supersticiosa y él débil y enamorado, se muda a una casa embrujada que termina por causar un desastre. Es, además, una casa antigua refaccionada para alquilarse, que se consigue a un precio mínimo, que anteriormente estuvo habitada por una figura misteriosa y de una fuerza y atractivo imponentes (Violeta), que desde un primer momento posee una fuerte atracción para la joven, Cristina. Paulatinamente, se va operando una transformación en ella, que va siendo poseída por el alma transmigrada de su anterior propietaria, convirtiéndose involuntariamente en ella, y matándola.

El cuento está narrado por su protagonista, que es quien media entre la historia y nosotros, y su espacio se recorta a la casa, espacio donde se desarrolla lo perturbador, y las calles, donde el protagonista efectúa sus movimientos.

Es el marido el principal foco del temor. A él, sujeto aparentemente racional, pero subyugado por el amor que le tiene a su mujer, es a quien los sucesos extraños que suceden en la casa le causan la mayor perturbación. El hombre se ve impotente para luchar contra el destino y el embrujo impuestos por la casa, embrujo que recae sobre él de manera indirecta, arrebatándole a su mujer.

Analizaré ahora ciertos elementos que aparecen en el cuento, y trataré de ver sus posibles nexos con el horror gótico

1) la casa antigua (que al final del cuento quedará deshabitada): funciona como un personaje que es a la vez familiar y recónditamente perverso. Es la casa la que opera para que los sucesos se desencadenen. Su antigüedad se deja entrever por el antiguo color rosado de la casa, que ahora está cubierto por pintura blanca. Podría vérsela como el tópico de la “Casa Embrujada”

2) La pareja joven, víctimas del horror. Su protagonista funciona como el héroe de una novela gótica: intenta averiguar qué es lo que sucede, pero las circunstancias y lo mágico-diabólico lo superan.

3) El “fantasma”, víctima y victimario, en la figura poderosa de Violeta, que es a la vez misteriosa y atractiva, y muere con odio maldiciendo a quien la mató sin darse cuenta. El nombre es, además, un claro símbolo: una flor de cementerio. Por otro lado, este personaje devela su misterio recién al final, aunque a lo largo del cuento se de cuenta de él con datos sugestivos, fantasmagóricos.

4) El estar relatado como un testimonio es uno de los rasgos más distintivos del horror clásico: esto profundiza y ayuda a construir el verosímil de la historia. Esto aparece en relatos como Frankestein, de Mary Shelley, Manuscrito hallado en una Botella de Edgar Allan Poe, La Llamada de Cthulhu de H.P. Lovecraft, etcétera.

El relato además nos ofrece toda suerte de presagios extraños e inquietantes. El perro Bruto es uno de esos elementos fantásticos. Su paladar negro que “indica pureza de raza”[1] es también tétrico. Es un nexo entre las mujeres de la historia, y un símbolo de lo irracional y lo perturbador. El color negro del paladar no sólo indica raza, sino que también funciona como un elemento intranquilizador: es la primera señal de lo extraño que sucede en la casa.

La chica dueña del perro se obstina en llamar Violeta e identificar a Cristina con ella, a pesar de nunca haberle visto la cara a ninguna de las dos, y demuestra su fascinación obsesiva por la antigua habitante de la casa. Además, su obsesión viene desde niña, y se comporta como tal. Los niños en Ocampo siempre funcionan como un elemento perturbador y extraño.

Las mismas supersticiones aparentemente infundadas de Cristina operan de la misma forma: estas cuestiones son en un principio “encantadoras”, pero más adelante resultan perturbadoras. La función de estas mujeres en este cuento fue bien captada por Pelossi, en su ensayo comparativo sobre La Hechizada” de Mujica Láinez y “La casa de azúcar” cuando dice que “Víctimas o ejecutoras de fuerzas ocultas, estas figuras femeninas se mueven en medio de una atmósfera de magia, misterio y hechicería, cuyo sentido último los narradores masculinos, simultáneamente personajes y testigos, no consiguen desentrañar”[2]. Las mujeres resultan a la vez familiares y ajenas al universo masculino, que no logra comprenderlas. El deseo del protagonista es rechazado: él desea fundirse con su amada, pero ella escapa, poseída por el espíritu de Violeta.

El hombre, finalmente, abandona la casa, que queda deshabitada.

La conclusión es inevitable. En este relato operan toda serie de artificios del gótico en su más pura forma, combinados con la poética particular de Silvina Ocampo. Por otro lado, el retomar los tópicos del gótico no es incoherente para la misma: en su grupo de Sur junto a Borges y Bioy Casares, se rescata la narrativa fantástica y los géneros antiguamente considerados menores, dándole preponderancia a la narrativa anglosajona. Su particular visión perturbadora transforma el fantástico en algo perturbador del orden de las cosas, y su crueldad la llevaría con relativa seguridad y facilidad al género del horror gótico.


[1] Ocampo, Silvina Cuentos Completos I, Emecé Editores, Buenos Aires, 1999, página 188

[2] Pelossi, Claudia Teresa “«La hechizada» de Manuel Mujica Láinez y «La casa de azúcar» de Silvina Ocampo; dos relatos de transmigración de almas” http://www.salvador.edu.ar/gramma/3/ua1-7-gramma-01-03-16.htm

domingo, 2 de marzo de 2008

A los dieciocho

Vacío (o tira de asado)

El Joven Sensible llegó a su hogar, luego de una agotadora jornada de trabajo. Cerró su puerta con llave, puso un CD de Tears for Fears, agarró un libro y se sentó en el puff.
-Esto es una mierda- dijo, y tiró el libro, titulado “Los Cien Pasos para Conseguir la Felicidad”, contra el equipo de música, que dejó de sonar.
Miró a través del enorme ventanal que daba al balcón de su departamento, como solía hacer cuando estaba deprimido, pero el cielo estaba despejado y la bóveda celeste se veía plagada de estrellas, como si miles de luciérnagas se hubieran quedado adheridas a un pegajoso lienzo negro.
La ausencia de una furiosa tormenta lo desanimó aún más, pero de cualquier manera no colapsó, aunque pensó que el universo aunque sea por esta vez podía estar a tono con su alma, en lugar de mostrar esa feroz indiferencia.
-Ella me querrá o alguien morirá- pensó, y agarró el revólver que escondía debajo del cómodo silloncito. Abrió la puerta, se tomó un vaso de whisky, prendió un cigarrillo y bajó por las escaleras los once pisos que lo separaban de la calle fumando. Caminó un par de cuadras y llegó al edificio donde vivía la Mujer Amada. Entró y se dirigió al
-Sexto A- le dijo al portero, cuando este abría la boca.
-Pase por el ascensor- le contestó con su más agria cara de seco de vientre.
Subió, en efecto, y llamó a la puerta. Abrió la Mujer Amada.
-Hola. Te hago una pregunta y no te jodo más: ¿me amás?
-Claro… que NO- respondió ella.
El Joven Sensible sacó su Magnum 45, apuntó a la chica, hizo un gesto de cansancio, y se voló limpiamente la tapa de los sesos, con la misma expresión desdeñosa con la que había vivido sus veinticinco años.
Ella, sin perturbarse, llamó a su novio, un policía gigantesco y prepotente, para que viniese a retirar un cuerpo que le podía causar problemas.
¿Valía la pena matarse sólo por una mujer terca? No. Pero ¿valía la pena seguir viviendo una existencia vacía, hueca, sin amor? Creo que tampoco.


sábado, 26 de enero de 2008

miércoles, 23 de enero de 2008

Diario de Viajes: Patagonia 2

Si no resumo, quizás sea el post más largo de la historia.
Entonces: En Madryn al final encontramos un hostel barato y copado, llamado Kamaruko. Estaba atendido por su dueño y por un barman checo que llegó a Argentina tras salvarle la vida a uno de nosotros en París. Ahí conocimos a un montón de gente, entre ellos a un israelí de padres argentinos llamado Yaniv y a una rosarina llamada Alejandra, a una porteña y una barilochense muy copadas llamadas Yamila y Berna, a las cuales me podría haber arrumacado, de no ser porque los garcas de la empresa de autos con la que habíamos arreglado para alquilar uno e ir a Península de Valdés nunca aparecieron. Conocimos a un italiano y una chilena llamados Stéfano y Paula, que nos llevaron hasta El Bolsón a Rodrigo y a mí. Ahí nos separamos de Augusto, y comenzamos a viajar con ellos, un poco apretados con las mochilas y la carpa.
Fuimos primero a Punta Tombo, una pingüinera enorme, con bichos un poco agresivos sobre la costa atlántica. Pasamos un ratito por Gaiman a tomarnos un café para darnos fuerza y seguir el viaje. Estuvimos toda la noche arriba del auto, apenas durmiendo de a tramos y relevándose ellos para manejar.
Llegamos a El Bolsón. El primer día nos quedamos en un hostel un poco extraño, con gente que no estaba muy enterada de cómo eran los ídem. Dormimos casi todo el día, porque estábamos cansados de viajar, y después de una siesta de seis horas, con Rodrigo fuimos a recorrer el pueblo: no es tan hippie como pensaba, y todo cuesta bastante caro. Salimos a la noche, a un bar que a Fede le hubiera gustado, pues todo tenía relación con superhéroes (principalmente los tragos y el menú).
Al otro día, siempre con Stéfano y Paula, fuimos a la feria de los artesanos, y terminamos subiendo al cero Piltriquitrón, yendo al Bosque Tallado. Al otro día salimos del pueblo hasta Wharton, una localidad pequeñísima del Bolsón que posee un acceso a las montañas de la cordillera. Por ahí fuimos al Cajón del Azul, que es como un puente natural muy alto por encima del Río Azul. Llegamos agotados al refugio, y con más hambre que el chavo del ocho, tanto que nos quedamos sentados en un asiento tabla con una piel de cordero por dos horas y media, y yo me comí un kilo de asado con ensaladas varias, pan casero, chutney y chimichurri más abundante de lo que servían habitualmente, virtud a que el tipo me vio cara de muerto de hambre. También nos regalaron un paquete de arroz y sal, que comimos a la noche. Acampamos ahí, y conocimos a unas chicas de capital. La más interesante de ellas se llamaba Violeta.
Al otro día fuimos al cerro Hielo Azul, por el camino de subida (estábamos piruchos), pero antes
nos regalaron medio pan casero. También llegamos agotados al refugio del Hielo Azul, que no estaba tan bien, y mal comidos. Volvieron a regalarnos arroz y pan (aunque esta vez fueron nuestros compas de viaje), y dormimos ahí.
Al otro día habíamos planeado subir al glaciar Hielo Azul, el último de la patagonia yendo de sur a norte, pero estábamos agotados, por lo que Rodrigo y yo decidimos no hacerlo, ya que debíamos regresar. No fue en vano. Conocimos a un hippie con un mambo budista tibetano muy copado, que tenía unos instrumentos muy interesantes, cuya descripción más acertada sería una especie de olla de siete metales diferentes que al pasarle un trozo de madera alrededor sonaba muy extraño, y unas tingchas, que son esas campanitas planas con dibujos de dragón.
Tuvimos una sesión de meditación y masaje shiatsu, y emprendimos la retirada estratégica de la montaña.
Sin embargo, el viaje de vuelta fue más difícil de lo esperado. Ese día no habíamos comido, y el camino era una bajada muy empinada que se bajaba corriendo. Me subió mucho la temperatura y me empezó a bajar la presión. La gente del grupo con el que bajaba era más rápida, pues no estoy en tan buen estado físico como creía y además continuamente se me desabrochaba la bolsa de dormir, y para alcanzarlos tenía que correr más rápido y en tramos que no precisaban hacerlo. Casi no descansé ni tomé agua, así que cuando llegué a la orilla del Azul comencé a cargar la cantimplora, y cundo bebí me desvanecí. Por poco no caigo al río, un dejo de conciencia residual me hizo aferrarme a unas piedras, y salvarme. Un poco después, el camino se hacía más y más difícil, hasta que ví regresar a los otros, diciendo que nos habíamos perdido. Pudimos retomar el camino, pero yo sentía náuseas y la presión muy baja. Cruzamos el río, y pensábamos que ya terminaba el camino, pero al final no fue así. Encontramos a otra gente en el camino, y seguimos unos dos kilómetros más, hasta que ví que el camino no finalizaba y perdí los nervios (lo único que me mantenía estable, pues tenía la presión muy baja) y volví a desvanecerme, aunque ahora con gente alrededor. Rodrigo salió corriendo a rescatarme, y bajó al río por una pendiente a buscar agua para reanimarme.
Después de todo, llamamos un remís y volvimos al Bolsón, aunque llegamos como a las diez de la noche y no había alojamiento. Nos separamos de Paula y Stéfano. Fuimos a buscar refugio a la comisaría (nos echaron), y al hospital, donde todas las camas estaban ocupadas. Mugrientos, nos rescataron unos mapuches en el hospital, y nos llevaron a su chacra para acampar. Yo me sentía muy mal, y no comí nada. La chacra estaba alquilada por unos gitanos, y fue un demente pasado de rosca a prenderles fuego los autos, por lo que el hermano del chico que nos llevó hasta ahí nos dejó acampar en su casa. A la mañana (hoy), nos cebaron mates y nos convidaron pan con manteca y dulce. Pasamos a saludar a la señora y al chico que nos rescataron en el hospital, y nos tomamos un micro hasta la terminal de El Bolsón. Ahí, nos pusimos a hablar con una señora que nos regaló yogur, y emprendimos el viaje a Bariloche. Fuimos a hospedarnos a la pensión de Ofelia, pero como yo estaba muy sucio, la vieja se asustó y me dijo que estaba completo. Nuevamente, Rodrigo al rescate, convenció a Ofelia que nos alojara, y aquí estoy, después de una ducha, de comerme un tostado y tomarme un café con leche, actualizando el blog. Tenemos pasajes para el viernes, así que el sábado a la mañana estaremos allí.
Por ahora no hay fotos. Si las quieren ver, tendrán que entrar en un par de días, cuando estemos en La Plata.

sábado, 12 de enero de 2008

Diario de Viajes- Patagonia (Madryn)

Bueno... Hoy estoy de mal humor. En la Patagonia no hay nadie que te levante en la ruta si no sos mujer y estás buena. Tuvimos que tomar micros y gastar plata a lo loco. Además, hasta ahora, a pesar de ser la persona con más experiencia nadie me dio ni cinco de pelota para viajar. Por el momento Augusto está con Gustavo, un amigo de Madryn, y Rodrigo y yo en un hostel falso, porque tiene menos onda que un renglón. Hasta ahora, el viaje patagónico fue un verdadero fiasco

viernes, 4 de enero de 2008

Acerca de mí


Existe un leve grado de irreverencia.
Una leve sospecha de autocrítica infundada.
Un inevitable sentimiento de impotencia y pequeñez ante la pequeña enormidad del espacio humano.
Un moderado esfuerzo por hacer de mi vida una creación artística.
Un fuerte sentimiento de resistencia a lo inevitable.
Una mediana sospecha acerca del progreso.
Una enorme cantidad de resentimiento y frustración.
Una moderada soledad de pensamiento.
Un deseo de comprensión en jerarquías móviles.
Un orgullo injustificado.
Un esfuerzo por mantener la coherencia.
Un mínimo esfuerzo por verdaderamente cambiar las cosas.
Un violento deseo sexual.
Un fuerte sentimiento de asco hacia ciertas expresiones.
Un incomprensible yo interno.
Una humorada con sabor negro, ácido y radiactivo.
Una pretensión de seguir vivo.
Una lucha contra la muerte en vida.
Una mediocridad apenas combatible.
Unos enemigos invisibles a quienes cuesta no tener piedad.
Una inseguridad premeditada.
Unos "enemigos" visibles a quienes cuesta tener piedad.
Un enorme sentido del ridículo.
Un largo monólogo sobre mi existencia.
Absurdo.

El Hombre de la Roca

El que un día fue un hombre más entre todos los hombres del poblado, una tarde de abril se volvió loco. Estaba ansioso de resaltar, de no ser sólo una brizna más de hierba en un campo infinito y aburrido.

Era un poco inútil: no era buen luchador, aunque se hubiese esforzado practicando. Tampoco era buen orfebre, artista ni sacerdote, como para sobresalir como lo más importante en estos rubros. Era inteligente, pero no tanto; sabía mucho, pero definitivamente no lo suficiente. Era bastante fuerte, pero realmente era un estúpido si creía que por esta causa iba a sobresalir. Había amado y perdido, pero se pueden nombrar quinientos casos más que habían pasado por semejante trance.

No.

Él quería que algo suyo fuera reconocido, durara por siempre, o al menos suficiente tiempo como para salir del montón. Para no hacer las cosas sólo porque los demás lo hacían, para repetir actos seguros. Así que un día se fue solo caminando desde el pueblo hasta la colina, a meditar. Salió temprano, tan temprano como podía siendo como era un flojo. Se levantó de la cama, se puso su mejor ropa, y se sentó en la cocina de su madre a desayunar. Ya desayunado (tenía que alimentarse bien, puesto que le esperaba una larguísima jornada), tomó el viejísimo camino hacia la colina más alta, antiguo lugar de sacrificio y culto a los dioses. A muchos dioses.

Allí llegado, se sentó en un saliente que parecía muy cómodo. Tal vez otrora fuera un banco tallado en la piedra fría, pero hoy en día solo era una superficie pulida por el viento. Allí sentado, se puso a reflexionar. El viento le golpeaba la cara, y tenía una maravillosa vista al frondoso bosque, al fantástico, vivo y verde bosque. Sonrió. Le gustaba el destino que había tomado.

Pasaron semanas. La gente lo veía, sonriente y despeinado por el viento, a veces pestañeando porque una mota de polvo se le había metido en un ojo y lo hacía lagrimear. No poca gente se preocupó, todos por motivos diferentes. La madre por la salud de su hijito “especial”, que nunca se conformaba con nada. Los amigos porque extrañaban algún rasgo particular de su persona. Ocasionalmente alguna antigua novia, porque le dolía su histeria al saber que el enamoradizo chico ya no la deseaba en lo más mínimo. Incluso el mismísimo alcalde del pueblo, por una razón extraña concerniente al turismo regional. Eventualmente fueron abandonándolo a su suerte, concluyendo en que había enloquecido, y algunos románticos y alegoristas mediocres contaban la historia del Joven que vivía en la Piedra, esperando que una bella muchacha lo salvara del castigo de los dioses por blasfemar contra ellos.

Pero nadie comprendía su propósito.

Él no dormía. Él no comía. Él no cagaba o meaba. Él ni siquiera pensaba ya. Por supuesto, tampoco moría. Él simplemente estaba allí, mirando el lago, el bosque y el pueblo. Solo.

Su piel, su carne y aún sus huesos se fueron solidificando. No perdió un gramo de nada: ni engordó, ni enflaqueció hasta el paroxismo, como podría esperarse. Sólo… se endureció. Aunque su sonrisa nunca perdió calidez, ni sus pelos al viento se quebraron o volaron. Simplemente quedaron allí, tan delicados y largos como siempre, ondulando en un viento infinito, un viento petrificado, de ausencia de tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo…

El alcalde perdió las elecciones, y fue reemplazado. Una tarde de otoño, varios años después de que él tomara su crucial decisión, vio salir un cortejo fúnebre de la casa de su madre. Vio eventualmente morir a sus hermanos, tanto los mayores como los menores. Vio al pueblo crecer y distorsionarse en complejísimas urbanizaciones sucesivas. Pero él nunca dejó de contemplar el lago, el bosque, el antiguo pueblo ahora ciudad, ni de sonreír. Su pelo, del color de la roca granito, no se encaneció más que con la escarcha de las mañanas de invierno, derretida en los mediodías calurosos de primavera, quemada en los abrasantes veranos.

Un día, mucho, pero mucho tiempo después, cuando el alcalde ya no era ni siquiera el recuerdo del recuerdo de un recuerdo, una pequeña hoja de musgo perdió el milenario respeto que había tenido toda la vegetación para con él, y se animó a echar raíces en sus pies.

Luego, con los años, sus piernas estaban totalmente cubiertas de enredaderas, y sus finísimos cabellos se hallaban ya quebrados y hechos polvo en el suelo de otra tierra, arrastrados por el viento, el mismo viento que azotaba su rostro siempre, desde hacía tiempo, mucho tiempo, más tiempo del imaginable. El antiguo lago fue dragado en parte, y el frondoso bosque talado para hacer muebles y espacio para los muebles y los hacedores de muebles. La ciudad cambiaba y se ampliaba, o, en ocasiones, se empequeñecía.

Si uno de los modernos moradores de la ciudad intentara hablar con la roca, y la roca se molestase en escucharlo, no entendería una sola palabra.

La historia humana siguió su curso. Una mañana incluso, la roca recibió un tiro y perdió un dedo. Pero su sonrisa no disminuyó un ápice, y sus ojos no perdieron su brillo.

Hubieron enfrentamientos, la ciudad y el bosque ardieron, y el lago se secó, dejando un agujero bien visible en el suelo. Y otros moradores descubrieron las ruinas de la antigua y populosa ciudad, cientos de años después de haber sido destruida por el fuego. Y vieron la estatua de piedra, fija allí donde había estado tanto tiempo… siempre. Y la adoraron, pero no osaron invadir su santidad. Y a veces se acercaban y le hacían ofrendas.

La estatua estaba vieja. Había perdido todo rastro del brazo izquierdo, excepto una mano apoyada en una rodilla, y los pies estaban enterrados bajo una gruesa capa de tierra negra. Pero la sonrisa permanecía inmutable, y los ojos seguían contemplando la colina, las ruinas y el labrado y fértil campo que alguna vez había sido un lago hermoso y cristalino.

Y la estatua envejeció aún más. Fue perdiendo rasgos: la nariz aplastada por el viento incesante y sobrenatural, el pecho arqueado, las rodillas y las enredaderas que las habían cubierto estaban enterradas hacía eones, cuando la gente que lo había adorado pereció de hambre durante una cruda sequía. Y así se sucedieron los años, generación tras generación, pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, cultura tras cultura, hasta que la raza humana no fue más que el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo, y más tarde ni siquiera eso. Y la roca estaba irreconocible. Sólo quedaba una somera imagen de lo que alguna vez había sido un hombre, aunque todavía sonreía, y sus ojos todavía miraban el mar, la cañada, las montañas.

Y la tierra fue pasando sus épocas. Y la vida se fue apagando en el pequeño mundo azul. Que luego fue un pequeño mundo rojo. Pero la sonrisa y los ojos seguían allí.

Pero el viento, siempre viento y siempre firme, soplando continuamente, un día desprendió la pequeña roca enterrada. Y la roca enterrada supo que era el destino de todas las rocas. Y se volvió arena, polvo y sal.

Y cuando el sol explotó, llevándose por igual viento, arena y rocas, y cuando en el vacío ya no quedaban estrellas que iluminaran la eterna noche, ni mentes que pudieran contemplar el enorme vacío y silencio, la sonrisa y los ojos, como siempre, seguían estando allí. Aunque en realidad, al revés de la humanidad, el tiempo, y la existencia, no estaban, sino que eran. Porque no había viento que se pudiera llevar lo intangible al río del tiempo del que dependía.

Esteban Ruquet

Las rúbricas



Quizás pasó demasiado tiempo para reactivar el blog. Mucho tiempo perdí con materias inútiles y prescindibles que al final voy a rendir libres. Mucho tiempo ocupado en autores intrascendentes a largo plazo. Desperdicié mucha materia gris en aprender cosas irrelevantes a futuro, o al tratar de adelantarme -medio a los apurones por una carrera cuyas pretensiones son muchas veces absurdas- a escritos y a teóricos para los cuales no tengo tiempo ni ganas.
Los exámenes literalmente enferman a los alumnos. Los porfesores exigen cierta cantidad de conocimientos absurdos y laterales como si fueran esenciales, y lo peor es que no le ponen onda. Agotamos nuestro tiempo universitario en lecturas inútiles, ególatras, discusiones estériles entre filósofos y teóricos franceses que no adolecían del puterío de oficinas, mientras se criticaban y usaban sus escritos para atacarse y ganar un mayor prestigio en un campo intelectual (con perdón por utilizar una de las categorías preferidas propia de estos ámbitos) prescindible.
Los verdaderos temas, las verdaderas interrogaciones que se hace uno terminan por morir en una tertulia entre amigos, sin llegar a nada.
Pocos profesores (que están en otra, verdaderamente) están dispuestos a compartir dudas, interrogaciones generales, preguntas metafísicas o fundamentales para nuestras carreras o vidas. Mi agradecimiento va hacia ellos. Los otros perdieron el rumbo, se volvieron tediosos y académicos, rigurosos formalistas sin fundamentos. Especialistas.
Los otros ámbitos de la vida que me mantuvieron un tanto enajenado fueron mi burocrático, serpentil, absurdo trabajo oficinesco -que nadie me lo niegue, que coser expedientes es para monos o máquinas, no para seres humanos-. Un trabajo corto, bien remunerado y frustrante. Llena de la peor gente posible: conformistas mediocres clase media, incoherentes opinólogos de la basura.
Además, aprendí que las mujeres son mujeres en todos lados. Aunque las francesas resulten por momentos más interesantes y simpáticas, tienden a ser tan frustrantes como cualquier otra. Calculo que debe ser consecuencia de una macrocultura judeo cristiana, machista o simplemente forra de la condición humana. No lo sé. No lo comprendo -a veces es mejor decir que no se comprende para desligarse de la necesidad de emitir juicios erróneos-.
Desconozco, no comprendo. Perdí un poco el tiempo, pero apuré las cosas. Quizás ahora la pase un poco mejor, puedo leer más, escuchar más, vivir más.
Veremos. Sería interesante revivir el blog. Sería interesante volver a escribir. Veremos.

domingo, 25 de noviembre de 2007

El paisano es el verdadero descendiente del gaucho?

Verdaderamente, y a riesgo de un asesinato de parte de los tradicionalistas con respecto a mi persona, pienso que el paisano poco tiene que ver con el gaucho antiguo, y que una figura más moderna y pretendidamente "extranjera" como la del motoquero se ajusta mucho más a la figura del gaucho.
Primero: el gaucho era un semimarginal, mal visto en los pueblos y acusaba recibo de violento y orgulloso. El paisano moderno es una institución tradicionalista, absurda, y que admira el "folklore" (palabra y concepto ingleses y románticos a todas luces) y ocupa una función social como trabajador rural. No es violento, aunque tiene un cierto orgullo.
El motoquero es también un semimarginal, viviendo en los bordes de la civilización, generalmente mal visto en los pueblos, y acusa recibo de violento y orgulloso.
Segundo: la función del caballo del gaucho era completamente vital para su existencia nómada, y sus principales conocimientos se referían al animal y sus géneros. También era un símbolo de su estilo de vida nómada y libre. Para el paisano, el caballo es su herramienta de trabajo rural, y es principalmente un dudoso símbolo de "argentinidad" -nunca voy a entender por qué del todo, teniendo en cuenta que el caballo participó en todas las civilizaciones orientales y occidentales.
El motoquero no es tal sin su moto. Sus conocimientos mecánicos son ecuánimes a los del gaucho sobre caballos. Es su principal medio de locomoción, y un símbolo de su vida nómada libre.
Tercero: el gaucho era poderoso y aguerrido, bravo para la provocación y bien dispuesto a la pelea a cuchillo uno a uno. Numerosas veces se enfrentaban entre ellos o con la ley, aunque matar no era su meta.
Nunca he oído de un paisano peleando a cuchillazos.
El motoquero es también orgulloso y aguerrido, aunque sus armas se hayan modernizado un poco. Usan, además de cuchillos, cadenas, palos y barretas. No son raros los enfrentamientos entre sí, aunque sean pocas las muertes que se deban, y los enfrentamientos con la ley son una constante en su vida.
Cuarto, y creo yo, lo más importante: El gaucho y el motoquero son esencialmente nómadas. Viven viajando, en la ruta y el camino, y trabajan ocasionalmente para pagarse sus gastos de viaje. El paisano está fuertemente arraigado a su lugar de origen. Trabaja la tierra y ocasionalmente es pastor.
Creo yo, arriesgando una conclusión que se deja ver clara, que le verdadero heredero de los valores y el estilo de vida del gaucho es el motoquero. El paisano es un lugareño, como tantos otros, una figura rural natural del país, pintoresca, parecida por semejanza y tradición estética al gaucho. El motoquero sudaca, sin embargo, retoma los valores tradicionales del valor, la aventura y el viaje. Sabe tanto de cuchillos y asados como el mejor paisano, y de motos (la evolución cultural del caballo en los caminos). Es barbudo y potente, impresiona por su dureza, es amable y un tanto simple y seco, aunque la variedad es enorme.